El humo, una lengua maligna y negra, se elevaba y ponía en el cielo de Fuente de Cantalapiedra volutas cargadas de cenizas que se esparcían sobre los tejados de las casas del pueblo a pesar de la distancia. Había voces de «¡agua, agua!», carreras y gritos. A medida que los sanestebeños se acercaban a la enorme morada del vinatero, en el camino de El Molino, se escuchaba más claro el bramido de las llamas que salían por todas partes reventando vidrios y cayendo parte del techo.

Algunos de los que se acercaron a ayudar se retiraron con los ojos enrojecidos por el humo y asqueados por el olor a carne quemada que salía de la propiedad de don Manuel Zuleta y su esposa.

Tras varias horas luchando, el fuego quedó extinguido, dejando la construcción con las vigas renegridas, las ventanas destripadas y las cortinas que ondeaban mutiladas, tan quemadas y tristes como el resto de cosas de aquel hogar apartado de la villa. Todo había quedado mudo salvo el Ebro, cuyo murmullo líquido, ajeno al incendio, canturreaba en su discurrir, sereno y firme. A lo lejos, el tañer de San Miguel Arcángel, terminaba de espesar con sus sones de bronce la atmósfera colapsada de humazo y cenizas. Después, silencio de capilla.

 

Fuente de Cantalapiedra. A principios del Siglo XX.
Tres semanas después del incendio.

 

 

A pesar de los días transcurridos, cuando Wenceslao y Clemente llegaron a la casa del Camino de El Molino, pasado ya su carromato La Rasa y el cementerio de Pedraja, todavía olía ligeramente a madera quemada, aunque el viento y la lluvia habían terminado de llevarse los restos de ceniza que habían formado a los pies de la propiedad un tapiz renegrido de favila y tablones hechos trizas.

El único hijo del matrimonio Zuleta y Velasco había contraído unas fiebres, y era muy posible que muriera en muy pocos días, por lo que el señor y su esposa, Magdalena, habían escrito al fotógrafo de Soria pocos días antes del incendio para que pudieran fotografiar al muchacho bien en sus últimas horas o ya difunto.

Cuando entraron en la casa, el aire cargado de la cera derretida salía del corredor proveniente del dormitorio del niño Julián. Se escurría un aroma untoso hasta el recibidor donde el fotógrafo y su ayudante esperaban con su Kodak Brownie y el resto de bártulos propios del oficio.

En la casona había un ir y venir sereno de sirvientes y lo único que se escuchaba era algún taconazo y los sollozos de una mujer, probablemente la madre del crío. Era un llanto templado, asordinado por un pañuelo o por sus propias manos, que evidenciaban el fatal desenlace del pequeño.

Ni el fotógrafo ni su adjunto se inmutaron, pero era verdaderamente espeluznante comprobar que los tres o cuatro empleados de la familia que se dejaron ver tenían en sus cuerpos los devastadores efectos del fuego. La chica que les abrió la puerta presentaba un brazo quemado y la cofia mal disimulando los cabellos chamuscados.

―Soy el señor Wenceslao Espartal, fotógrafo de difuntos. Nos han avisado de esta casa para la fotografía, señorita ―dijo el artista extendiendo la esquela que, con fecha del 6 de marzo de 1923, y la dirección del domicilio en el que estaban, les requerían sus servicios.

La empleada apenas prestó atención al papel. Sin decir nada lo tomó y se adentró en el largo corredor que llevaba a las alcobas.

Después de tantos velatorios y tanto difunto, el oído y la vista se habían hecho a los ayes y a las lágrimas. También a los olores que acompañaban a la liturgia de la muerte, de manera que ninguno de los dos era apenas capaz ya de distinguir el aroma de las flores frescas, la lavanda, el romero, o los sahumerios que en algunas ocasiones daban al hogar del finado un viso gris y espeso, aunque el persistente olor a chamusquina se presentaba como un invitado incómodo.

Wenceslao se arrimó despacio a uno de los ventanales del salón. Estaban tintados de humo o rotos, así que el fotógrafo optó por asomarse a una de las ventanas sin cristales y pudo observar la línea irregular de Fuente de Cantalapiedra en el horizonte. Observó con ojo fotográfico la panorámica que le ofrecía la cristalera destrozada. Con ayuda de los binoculares que siempre solía llevar encima para localizar paisajes, vio el pueblo como un cuerpo tendido, sin urgencias. Divisó el castillo dominando la villa, la iglesia de San Miguel y el tapiz de los tejados de las casas. Luego siguió con los anteojos el vuelo de una pareja de buitres leonados y después se retiró de ventana.

Clemente Muel, el ayudante del fotógrafo desde hacía tantos años que ni siquiera lo recordaba, permanecía mientras sumido en sus pensamientos, preguntándose si, como en algunas ocasiones, al revelar la fotografía del difunto, la imagen del muerto aparecería solo como una mancha difusa, casi translucida; una potente fuente de energía, junto a los retratos nítidos de los parientes vivos que se fotografiaban con el muerto. Cuando eso ocurría, la fotografía jamás llegaba a manos de los familiares. Wenceslao mandaba una misiva y explicaba sucintamente que el carrete se había velado y que, lamentándolo mucho, el trabajo encargado se había arruinado y que, por supuesto, no había deuda pendiente.

Como en cada ocasión, los hombres permanecerían en la entrada hasta que alguien les indicara que ya podían pasar a hacer la foto. Wenceslao y Clemente no hablaban con casi nadie en aquellos lugares a donde eran requeridos sus servicios; tampoco entre ellos; no porque el ambiente en el que se movían habitualmente así lo demandara. Eran de natural hombres parcos en palabras, casi siempre vestidos con levita y corbatín negro, y el semblante que nada tenía que ver con una tristeza de pose o actoral: ambos personajes eran así por naturaleza, lo mismo se dedicaran al arte de la fotografía mortuoria o trabajaran, si la vida los hubiese llevado por ese camino, sirviendo cafés en el mejor local de Barcelona o Madrid.

Al poco de llegar, un criado se acercó despacio y les indicó con la manos que podían pasar. Seguidamente, tomaron sus útiles de trabajo y se dejaron guiar por el empleado de la casa a lo largo del interminable corredor que conducía a la habitación del niño Julián.

A medida que se fueron acercando, el olor a flores se intensificó, trabando el aire que se pegaba a las paredes y a la ropa. El humo gris del incienso desdibujaba los cuadros de las paredes requemadas y hacía que las figuras del dormitorio, tocadas por los rayos intensos que entraban por la ventana, se difuminaran como árboles bajo un aguacero.

La alcoba del joven estaba primorosamente decorada, con papel pintado en las paredes, unas baldas rebosantes de juguetes de latón, y un hermoso corcel negro de madera, con una crin castaña de hilos de seda y unas patas en forma de balancín donde el chico habría estado jugando hasta no hacía demasiado tiempo, y que milagrosamente había escapado del voraz apetito de las llamas junto a casi la totalidad de la habitación.

Cuando entraron, los dos hombres se destocaron y permitieron que un criado se llevara sus sombreros. La escena no era muy diferente a otras que el fotógrafo y su ayudante no hubieran vivido en cualquier otro pueblo de España, si bien era aquella casa una morada de gente pudiente, quizá con algún título nobiliario, y salpicada por los efectos del fuego.

La madre, sentada junto a la cama, tenía las secuelas del incendio en el pelo y una pierna. Tomaba la mano del niño Julián, y su padre de pie, las manos a la espalda, con la mirada clavada en las baldosas del suelo, apenas podía mover los dedos dañados por el incendio.

―Señora, ¿está el niño vestido ya para la fotografía? ―dijo Wenceslao en voz baja mientras terminaba de ajustar la cámara al trípode que su adjunto había montado previamente.

El muchacho estaba tapado por la sábana hasta el cuello, y lo único que podía distinguirse era el rostro exangüe, los párpados extrañamente abiertos, como si viviera. La boca, anémica, seca y semi cerrada, dejaba ver una hilera de pequeños dientes, como si el joven estuviera a punto de decir algo.

―Pueden destaparlo si lo consideran oportuno ―dijo el fotógrafo―: ¿les parece adecuado que lo pongan sentado, sobre caballo, y cada uno de ustedes se coloquen a un lado del juguete para que el chico pueda salir bien en la fotografía? Es… Es importante que ninguno de ustedes se mueva. La exposición es larga y si se mueven la imagen se echará a perder. ¿Me comprenden?

Los padres del joven Julián asintieron en silencio.

El Rivero anunció el mediodía y al poco respondió San Miguel, como un eco ahogado.

―Nosotros ―intervino Clemente, el ayudante, cuando cesaron las campanadas― les podemos ayudar a colocar al niño, pero si ustedes pueden hacerlo solos, preferimos que sean sus familiares quienes se ocupen de esa tarea. También tengo entendido que querían la foto con el personal del servicio.

El padre salió al umbral del pasillo y dio unas palmadas avisando a los empleados que estaban en la casa. Luego se agachó y tomó al joven en brazos sin el menor esfuerzo. Parecía un gorrión sin vida; el cuello laxo, un brazo y las piernas al vaivén de los delicados pasos del hombre camino del caballo de cartón piedra.

Tres mujeres y un hombre ataviados con su ropa de trabajo se acercaron a la alcoba de Julián. Casi todos ellos heridos por el incendio, con quemaduras que solo al verlas ya dolían

De tal modo, quedaron el fotógrafo y su adjunto, los padres del niño Julián; el chico vestido con un trajecito de chaqueta de paño oscuro, camisa blanca y un corbatín alrededor del cuello almidonado de la prenda, y los cuatro miembros del servicio, justo detrás.

―Debe usted, señor ―dijo Wenceslao― pasar un brazo por la espalda de su hijo. Usted, señora, ponga su mano en el pecho del crío de manera que entre ambos quede sujeto. Si puede ser, que alguno de los dos arrime el hombro a su cabecita para que no quede excesivamente ladeada y sea natural. El resto, por favor, que se quede justo detrás. No se muevan durante la toma o saldrá movida― recalcó.

Silencio de camposanto. Apenas se oía algún relincho proveniente de las cuadras cercanas y el precioso gorgojeo de las alondras entre los carrizos del río.

El fotógrafo encuadró la imagen durante un rato, y cuando ya estuvo completamente seguro de que era la fotografía que quería conseguir, apretó el disparador y dejó que la lente tomara la imagen cruzando los dedos porque ni el servicio ni los padres se movieran, y al joven Julián no se le soltaran las manos atadas con delicadeza a las riendas.

Después de unos segundos que parecieron horas, Wenceslao asintió muy levemente y Clemente dijo que podían devolver al crío al lecho.

La madre pareció echarse a llorar. Pero no fue un llanto de hipidos y lamentos. Solo un brillo agotado en los ojos y dos lágrimas corriendo a la par por sus mejillas blancas como la harina.

Wenceslao no admitía nunca el pago antes de entregar el trabajo por los motivos anteriormente explicados, de manera que quedó con los padres del chiquillo en pasarse cuando transcurriera una semana y pudieran ajustar las cuentas con algo de serenidad. Luego el fotógrafo y su adjunto comenzaron a recoger el material y se despidieron en silencio después de dar el pésame al matrimonio y su lamento por el incendio que había asolado la casa.

 

Epílogo

 

El único sonido de la sala de revelado era el cadencioso burbujeo del líquido revelador y el respirar asmático y trabado de Wenceslao. Una luz macilenta, de un rojizo triste, daba suficiente claridad al laboratorio donde maniobraba el fotógrafo y su ayudante.

―Tengo la corazonada ―susurró Clemente― de que este trabajo no vamos a poder entregarlo.

El fotógrafo, inmerso en la tarea de revelar el negativo, no contestó. Luego del proceso de fijación tomó el papel y lo sumergió. Poco antes de que saliera cualquier imagen, Wenceslao se detuvo. Luego prosiguió y esperó junto a su colaborador a que la imagen saliera sobre en el papel fotográfico.

―Pues va usted a llevar razón, mi querido amigo ―dijo el fotógrafo con aire funesto―: no vamos a poder entregar este trabajo.

Clemente no fue en absoluto capaz de articular palabra: en el papel que Wenceslao acababa de sacar del líquido, no salió borrosa o traslucida la imagen del niño Julián. En el positivo solo podía verse con toda nitidez el caballo de cartón, la cama deshecha y los muebles del dormitorio y la ventana desde donde se veía todo Fuente de Cantalapiedra. Pero muy degradado, casi invisible, solo se adivinaban los espacios donde deberían de estar los padres del joven, el de Julián y los cuatro empleados del servicio. Siete manchas sin apenas forma, donde solo los ojos se apreciaban con cierta facilidad. Miradas extrañas que parecían traspasar el papel y clavarse en los dos hombres que un día antes se habían movido entre los espectros.

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