Era una bola, algo… un cuerpo inútil. No paraba de llorar. Me preguntó por qué yo no lloraba. Yo no lloraba. Me dijo que no tenía corazón. Me agarró del brazo y me llevó a la habitación. Me preguntó de nuevo, pero yo no dije nada. No hacía nada, ni siquiera moverme. Se sacó el cinturón y me golpeó con él hasta que se rompió. Se sentó al borde de la cama, agotado. Hacía ruiditos; como una olla a presión perdiendo aire, o la cámara de una rueda. “¿No lloras?”. Yo no lloraba. “Estás tan muerto como tu madre”. Puede que tuviera razón, a su manera y aunque a mí no me lo pareciese. De todos modos nunca volvió a pegarme; creo que se asustó; creo que por eso le dio el infarto, no por el esfuerzo. En realidad fue el miedo. Prefiero pensar eso. Me gusta pensar eso.
Parece un cuento, ¿verdad? Tal vez por eso lo está contando.
Está de vuelta en la ciudad y no sabe por qué, es decir, no sabe para qué. La ciudad se llama Toledo pero por lo que a él respecta eso no es más que una anécdota. A veces piensa que no debe ser así, porque es evidente que nacer en un sitio se parece a recibir en el culo un hierro al rojo y que, por lo tanto y por mucho que él quiera negarlo, por mucho que le gusten sus gestos, las demostraciones de su personalidad, construida mediante elecciones voluntarias más o menos afortunada, al fin y al cabo siempre hay un marco al que atenerse, una herencia improrrogable que define las agonías y las victorias e incluso los aburrimientos de uno. Pero luego se pregunta qué gana con cualquiera de estas dos posibilidades, qué gana y qué pierde moviéndose en la aparente diferencia que habría entre ser la consecuencia de un ente gigantesco y monstruoso o ser la monstruosa consecuencia de sí mismo. Y entonces se dice que la épica de las dudas existenciales no deja de ser un magnífico motivo para una celebración, y de eso se trata, ¿no?, de buscar cualquier excusa, para seguir o para largarse, para arrearle un puñetazo a alguien o para lamer unos labios, para arañar el muro antes de caerse al otro lado, donde con toda seguridad ni siquiera hace frío.
A ella la casa no le parece que esté tan mal. Un poco desarreglada sí. Un poco echada a perder. Sucia, sin ventilar, oscura. Como si nadie hubiera vivido en ella durante décadas, que es exactamente lo que él le dice que ha sido, un lugar deshabitado. Solo que la oscuridad que hay dentro, que la única bombilla del salón, ahorcada, no logra mitigar, es una oscuridad más antigua y siniestra. Una oscuridad propia de un lugar que antes de ser deshabitado primero fue inhabitable. No obstante ella no le dice esto; solo le dice que no está tan mal. Y como él no responde, añade que ha visto lugares mucho peores. No dice mucho más, pero por su mirada y la tranquilidad de cristal de su voz, es como si lo hubiera hecho. Mucho más.
Él tiene que creerla, por culpa de esa tranquilidad tan frágil; y esto le molesta.
—No es tu día, es el mío — piensa —. ¿Quieres algo de beber?— le dice.
—Me da igual —. Se acerca al sofá para dejar la cazadora pero en cuanto ve la suciedad, cambia de idea e intenta esconder su gesto con otro—. ¿Quieres que me desnude?
—Me da igual. Haz lo que quieras.
Memoria cochina, memoria traidora, memoria al pedo. Me tienes harto con tus fantasmas y tus contratos precarios. Harto me tienes, ¿me oyes? Estoy seguro de que me lo dices todo al revés. Todo. O eso o estoy loco. Pero bueno, esa es otra, ¿y yo? ¿Qué hago yo contándole todo esto a esta tía? ¿Estamos tontos? Se acabó el pasado pensó mientras buscaba dos vasos en la cocina. De los dos armaritos que había encima de la pila, a uno le faltaban las puertas. Dentro vio la vajilla. Estaba cubierta de polvo pero aún pudo ver los dibujos azules cubriendo la loza blanca. Con nitidez los vio, una nitidez demasiado rápida para pensarla. Los vasos no los vio y en su lugar agarró dos tazas de té mientras escuchaba a la mujer inspeccionar la casa. No pudo fregarlas porque no había agua, así que las dejó dentro de la pila, como si las fuera a lavar mañana, lo cual era absurdo; pero le daba igual. Agarró la botella y volvió al salón. Ella estaba de pie, allí en medio y bajo la bombilla, en sujetador. Llevaba la ropa del brazo, la cazadora, la chaqueta, la camiseta, el bolso. De alguna manera que le pareció cierta y remota, comprendió que aquello era todo lo que ella tenía; y le entró una pena parecida a un trapo lavado un millón de veces.
—En esta casa fui terriblemente infeliz— empezó él, dándose cuenta de que aquello era una explicación, atroz, inútil y sin la más mínima importancia. Pero tampoco pudo continuarla.
—A mí no me vengas con cuentos. Soy puta. ¿Cuál te crees que es mi historia?— le replicó al tiempo que agarraba la botella y se arreaba un lingotazo de profesional. Aquella demostración le dejó planchado; eso y el oleaje de sus pechos. La miró. De alguna manera había recuperado la compostura, y con ella, el dominio de sí misma, y con él, la belleza. Sí, realmente los monólogos mentales no sirven para nada, para nada más que marear la perdiz, se dijo por última vez y tomó la botella que ella le ofrecía sin mirarle. Repasaba el lugar por última vez. Por fin, aceptó el entorno con un leve suspiro hermético. Había sido educada por el ambiente y se le notaba. Pertenecía a él y él le pertenecía. Los gustos eran incidentales. Podría habérsela chupado lo mismo que haberle arrancado la cabeza de cuajo, con la naturalidad de una leona lamiendo amorosamente a sus crías o destripando gacelas. Se dio un pequeño paseo por aquel salón-vertedero para lucirse, y luego se plantó frente a él, con las piernas separadas y los brazos cruzados en el pecho.
—Hay que ver cómo sois los tíos, parece que solo queréis una mujer para correros o para llorar. Primero una y luego otra, correros y después llorar, o al revés y lloráis primero y luego os corréis. Y a vece incluso las dos cosas al mismo tiempo. La verdad es que cuando os desnudáis no sois gran cosa—. Después de esto, su pene, quien tampoco tenía muy claro qué debía hacer, se retrajo de Belchite a Francia y se exilió en México. —¿Y quién es el viejo ese que está durmiendo en la habitación? Pensé que tu padre había muerto.
Aquello sí que no se lo esperaba. Hubo una pausa abrupta para publicidad, con el fin de alargar la intriga, y a la vuelta, dijo eh:
—¿Eh?
Pues sí, había un hombre durmiendo en la cama de la vieja habitación de su padre. Al principio dudaron sobre lo que debían hacer. Aquel señor parecía un indigente, o eso pensó Pedro. Pero Susana —por fin se habían presentado, mientras asomaban las cabezas por el quicio de la puerta y porque les pareció que los nombres suavizaban la situación— le preguntó qué quería decir con eso de indigente y él tuvo que encogerse de hombros porque, efectivamente, aquello no significaba nada ni aportaba ninguna solución. Además, insistió Susana, no podían estar seguros de que “una solución” fuera lo que necesitasen, ya que tampoco sabían si aquello era un problema. Esto le gustó a Pedro. Pensó que Susana era una chica inteligente después de todo, y se lo dijo. Ella se lo agradeció, con un poco de orgullo mal disimulado y cuando Pedro le dijo que además era también muy guapa, ella le cortó, pero con amabilidad, porque simplemente ese no era el momento. Pedro tuvo que reconocerlo. ¡Caramba, que chica más lista! Mucho más que yo, se dijo; y se puso un poco triste porque la verdad es que estaba hecho un lío. Aquella casa no le gustaba ni pizca. Le recordaba cosas que eran una mierda. Le explicó esto a Susana mientras volvían al salón, para decidir qué harían a continuación. Le explicó que por eso había contratado sus servicios, como una especie de venganza hacia esa casa, la casa de su padre, su torreón en realidad, la torre de mando y de tortura de su reinado de horror y de miedo y de ira. Había querido hacer el amor con una mujer bonita en el lugar en el que nunca, nunca fue feliz ni escuchó a otros ser felices. Hacer el amor le parecía un atributo de la felicidad. La verdad es que Susana se echó a reír cuando oyó lo de “contratar tus servicios”; y con lo de “hacer el amor” ni te cuento, pero luego al ver la cara de Pedro, le entró una cosilla por dentro parecida a la ternura. Que alguien relacionase hacer el amor con prostitutas le resultaba irreal. Era algo tan inocente que debía ser protegido, pensó, aun cuando no supiera en qué consistía ese algo. A Pedro se le veía en un aprieto existencial, y ella sabía por experiencia que las personas en esas circunstancias pueden ser insufribles, pero también terriblemente hermosas. Para rematarlo, Pedro argumentó que, por su educación masculina y a nivel narrativo, se había imaginado que tendría que agarrar la escoba o un trozo de tubería y partirle la cabeza al indigente, y eso no le apetecía nada y le ponía más triste aún. Susana se le acercó por la espalda y le acarició el pelo mientras le repetía que no sabían si era un indigente, y también que de todos modos la violencia no era una solución.
—Y yo no quiero que me partan la crisma—. Dijo el señor, que se había despertado con las voces de ellos y ahora estaba parado en la puerta del salón. Se le veía muy amedrentado; tenía miedo de verdad, y cuando Susana le dijo que se acercara, se echó a temblar como un perro maltratado. Ella se volvió a Pedro y vio que tampoco reaccionaba. Estaban empatados en incompetencia.
—¡Jesucristo Schopenhauer! No me lo puedo creer. De verdad que sois como críos. Anda, tú, ven aquí —le dijo al hombre con un ademán— y tú, déjale hueco en el sofá—. Ella se sentó en una silla y, con la botella en el centro, hablaron.
El hombre aquel tenía una historia increíble, pues era muy viejo. Había nacido en el siglo xvi pero tenía muy buen aspecto, honorable, aunque se le notaba que acababa de levantarse de la siesta. —Yo era zapatero, y no me preguntéis si me gustaba. En mi tiempo uno hacía lo que tenía que hacer, porque había que comer. Igual que siempre, vamos, solo que esa pregunta entonces no tenía sentido. La verdad es que es una pregunta estúpida. Nunca ha tenido sentido y nunca lo tendrá, creo yo. Pero claro, los tiempos cambian—. Así empezó el hombre, con una voz grave y aterciopelada que era muy agradable. Susana se puso la cazadora, por decoro, y repartió cigarrillos. Pedro se excusó porque no había vasos limpios, pero en realidad no les importaba. Bebieron a morro, lo que les unió en una indefinible camaradería de viejos marinos contando cuentos en el confín del mundo, como si el Congo todavía no hubiese sido explorado y ellos fuesen a convertirse en pieles rojas en cualquier momento. Pieles rojas cabalgando hacia la China en cinemascope. El alcohol les ayudó a meterse en las palabras del hombre, que tenían la sencillez saltarina del enamorado que acude a su primera cita. —Total, que me dejé convencer por el loco aquel y me pintó. La verdad es que hablaba muy bien. Con un acento raro, eso sí. Es que era griego. Pero se le notaba algo, no sé, había entusiasmo en lo que decía. Cosas como pasa, pasa, qué guapo estás y qué elegante se te ve, ya sabéis, pero te las creías. Tenía buen carácter, aunque luego pintaba raro, todo muy azul me parece. Yo qué sé, no soy pintor. Soy zapatero. Ya os lo he dicho. Y nada, que me pintó y me hizo inmortal. Solo que la inmortalidad no era como nos la imaginábamos. El cuadro no es inmortal. Está ahí colgado de una pared de ese museo y la gente lo mira y brinca a su alrededor, pero el inmortal soy yo, por culpa del cuadro. Nadie me admira, nadie se acuerda de mí, mi inmortalidad es una sombra defectuosa de todo lo que se quedó en la pintura, es una mutilación, una vergüenza. Y me he quedado más solo que un político en viernes. Ya ves tú la gracia. Es un poco como el cuento ese del Dorian Gray, pero al revés, me parece. O tal vez no y me equivoco. Porque esa historia es una fábula y eso está bien para las fábulas, la magia y todo eso. Yo en cambio estoy vivo, inmortal y jodido, mientras que el cuadro no está vivo y no sufre.
—Esperanza Aguirre es la que tiene un retrato envejeciendo y envileciéndose por ella en el sótano de su palacio en Madrid— musitó Pedro. A Susana no se le escapó que el pobre había vuelto a las oscuridades de su alma, pero no quiso seguirle el juego. Le puso la mano en la pierna, eso sí.
—Bueno, bueno, no metamos la política en esto, que es de mala educación— le dijo sin una convicción especial.
—Es que la existencia es muy amarga. Mira al pobre diablo este—. Susana le reconvino con la mirada y Pedro se puso a la defensiva, porque ella era muy guapa y porque se habían bebido media botella y las barreras que la civilización había alzado dentro de él comenzaban a parecerle de papel, y también estaba la casa y, en fin, todo; y todo es mucho. —Mírate a ti si no— resopló.
—¿Qué pasa conmigo?
—Pues …— dudó. Los ojos de Susana trepaban por su nuca y se le metían por el cerebelo. Estaba a punto de cagarla y lo sabía. —Eres puta. No puede ser que estés contenta con eso—. Se calló. Se hundió. Se murió de sí mismo y esperó el formalismo de la sentencia ocultando la cabeza entre las manos. ¿Sabes esos segundos que parecen una eternidad? Pues fueron dos eternidades.
—No sabes lo que dices. Tienes miedo, estás confuso y asustado. No ves la salida y te has puesto nervioso. Pero no pasa nada. Me duele lo que has dicho pero no pasa nada porque no sabes lo que has dicho. Te perdono—. Susana le dio un trago a la botella y se la pasó. El la miró incrédulo. El zapatero-caballero de la mano en el pechó sonrió.
—Oye, quién sabe, a lo mejor a vosotros os ha pasado lo mismo y alguien os ha pintado o escrito, y ahora no sois más que copias y lo que pensáis que son vuestros sufrimientos pertenecen a algún cuento, son una representación y no importan. ¿Sabéis lo que digo?
No lo sabían.
—Lo que quiero decir es que igual podíais dejaros de tanto lamento. Imaginad que es cierto lo que digo, que vuestro dolor solo es un cuento, que sois como yo, ¿me seguís? Ahora que ya tenéis la inmortalidad, podríais hacer algo. Id al río a bañaros. Hace una noche magnífica y la luna está preciosa. Parece un culazo. No offense, my lady.
—No taken, papá. No sabía que hablase Ud. inglés, y con tan buen acento.
—Los inmortales podemos hacer lo que nos dé la gana. Incluso hablar inglés. Qué decís. ¿Vamos al Tajo a bañarnos?
Y ahí se fueron más contentos que unas pascuas como buenos y viejos amigos. Se despelotaron y se metieron en el agua, que estaba fría del carajo, pero no les importó. Al contrario les encantó aquel frío. Pura vida. Al caballero de la Mano en el Pecho y a Pedro se les quedó el pene como un cacahuete y Susana se río mucho. Pero como tenía una risa muy bonita y franca, ellos le sonrieron, un poco apurados, eso sí. Además, Susana estaba guapísima desnuda en el río, con el agua hasta la cintura y su larga melena negra desparramada a su alrededor, mezclándose con los reflejos de la noche. Se pasaban la botella y daban tragos enormes, tragos demoníacos y luego jugaban a salpicarse. Como unos críos. De vez en cuando algún coche bajaba por la carretera y cuando pasaba a su altura, ellos le saludaban a gritos. Si algún conductor se daba cuenta, tocaba el claxon; hubo quien entonó La cucaracha. Un camionero paró y sin bajar, les dijo cosas feas y alguna obscenidad a Susana. Pero Susana era una fuerza de la naturaleza y estaba muy trabajada. Le insultó con una fiereza tan violenta y ruda, que el tipo salió escopeteado y ellos todavía le estuvieron diciendo bravuconadas un rato más, entre carcajadas y aplausos. Estaban borrachos. Estaban contentos. Estaban vivos, allí, nadando en el agua fría del río a los pies de Toledo, como en una pintura tonta, inocente y honesta. En un momento de esplendor etílico, el caballero de la mano en el pecho se arrancó por alejandrinos y comenzó a delirar Góngora. Le hablaba a la luna. Le dijo que la quería. Que la amaba. Que estaba enamoradísimo de ella y que se quería casar y tener hijos. Lo dijo con mucha gracia, con la mano efectivamente en el pecho y declamando igual que un viejo actor de teatro. Ellos se reían mirándole hacer promesas tan carcas pero como también sabían que en el fondo había algo de verdad, les pareció un espectáculo muy tierno. Incluso sin darse cuenta se cogieron de la mano. De repente, el caballero se deshizo en un rayo de luna y ascendió al cielo como un fuego artificial. ¡Esto es la hostia!, gritaba echando chispas. ¡Yiiiiihaaaaa! Pedro y Susana siguieron la trayectoria alborotados. Estaban locos de entusiasmo. Daban saltos de alegría. Entonces y cuando el rayo de luna llegó a lo más alto, estalló en mil resplandores y una lluvia de chispas cayó sobre el río y sobre ellos, iluminándoles. Se besaron. Hagamos el amor, le dijo Pedro a Susana. Son cincuenta, le dijo ella. No me jodas, ¿en serio? ¡Que no hombre! No pongas esa cara. Anda, ven aquí, tonto. Abrázame. Abrázame y hagamos el amor.