La tierra se removía con relativa facilidad; cuando Beltrán cavó aquella misma tumba dos días antes, cada palada le había hecho sudar. Tan solo el viento se dejaba escuchar por encima de los tímidos sollozos de Fahima, que entonaba sus oraciones en una angustiosa letanía. El sonido del metal golpeando madera hizo que los tres se estremecieran y el noble perdió el poco porte que le quedaba; quitó, entre recuerdos dolorosos, el resto de la tierra, hasta que la tapa de un humilde ataúd quedó a la vista.
Las lógicas razones que le habían llevado a aquella acción se desdibujaron ante los profundos sentimientos que su fe le habían instaurado, chocando con vehemencia, y el muchacho rubio de nuevo rompió a llorar; unos instantes antes pensaba que ya no le quedaban lágrimas, pero desenterrar a su mejor amigo era algo que nunca había pensado que tendría que hacer. Fahima dio por terminada su salmodia y se acercó hasta el borde del agujero abierto; con un hilo de voz dijo: -¡Beltrán! Entendería si no…
-Ya lo hemos hablado-, contestó el joven noble, buscando la complicidad de David, que sacaba las palas del agujero. Cuando subieron la caja a la superficie, un olor fétido impregnó el ambiente de la cueva, revolviendo el estómago de todos; hasta ese momento sabían que la muerte era cruel, pero entonces descubrieron que también apestaba. –Es la única manera: los soldados cristianos respetarán esta tumba… y ellos, –dijo, señalando los dos bultos tendidos-, necesitan encontrar la paz que no tuvieron en vida.
David asintió y saltó dentro del agujero, despejando las dudas antes de que volvieran a surgir y siguió cavando según las indicaciones de la muchacha musulmana, pues la nueva zanja debía orientarse hacia la meca; a pesar de haber convivido varios años, aquellos ritos funerarios siempre los habían celebrado por separado las comunidades y no sabía que detalles eran importantes; él ya se había desgarrado su ropaje a la altura del pecho izquierdo en honor a su maestro, pues lo quería como un padre y como tal se había portado con él. Esperaba que compartir la última morada con un cristiano no fuera deshonroso, pues las propias palabras del sabio aún resonaban en su cabeza: “un hombre se define por sus actos”. Ciertamente había cumplido con las exigencias del judaísmo hasta el último resquicio de su vida; ahora que había muerto, no podría comportarse de otro modo. No sabía si con tales pensamientos estaría ultrajando su memoria, pero ya no tenía sentido seguir dudando y a él le tranquilizaba la idea de que su cadáver no tuviera sobresaltos; los rumores acerca de la crueldad de los soldados siempre los había considerado como un cuento para asustar niños: la vida se encargó de darle una lección inolvidable: la realidad puede superar a la imaginación.
Prueba de ello era el pequeño agujero que estaban abriendo bajo una tumba cristiana: sería pequeño, porque pequeño era el cuerpo de Arima, la hermanita de Fahima, y además se sepultaba sin féretro, directamente en contacto con la tierra. Cuando estaban acabando, se interrumpió el susurro, murmurado e insistente, que había mantenido la chica musulmana, pues nuevos lamentos desgarraron el ambiente. El adolescente y el noble asomaron la cabeza para descubrir a la joven y el motivo de su derrumbamiento; las mortajas se habían desecho del mutilado cuerpo y se veían todas las heridas: los rojos e infectados arañazos cubrían casi toda su piel de aceituna y por suerte no quedaban a la vista las cuchilladas en el vientre, provocadas para desangrarla; desgraciadamente, uno de sus brazos se había salido y mostraba el muñón a la altura del codo.
Fahima agarraba la cabeza de su hermana y besaba su fría frente con delicadeza, humedeciendo las infantiles mejillas de la pequeña con sus lágrimas; aún temblaba cuando Beltrán se acercó e intentó ayudarla a revestir el cadáver con las telas. La muchacha rechazó su colaboración; aquello era obligación suya como hermana y única familiar viva, aunque sus manos temblaban cada vez que cogía uno de los blancos lienzos. Finalmente, logró ocultar todo su cuerpo y dedicó una última y silenciosa despedida antes de taparle el rostro. Con sumo cuidado depositaron el liviano bulto en la hendidura y, acto seguido, el trío sepultó en pocas paladas el cuerpo.
Una vez resuelto ese trance, los varones volvieron a la superficie para continuar el plan; sin embargo, la imagen de Fahima, desconsolada y con su piel bañada en lágrimas, les conmovió. Beltrán se acercó suavemente, tomó sus manos con delicadeza, le besó en la mejilla, notando el sabor salado de sus lágrimas, y le susurró al oído lo único que él había querido escuchar al sepultar a su amigo: –Acabemos de una vez.
Sin embargo, en ese momento venía el momento más repulsivo; lo habían planeado con sangre fría, pero el gélido contacto del metal en la tapa del ataúd revolvió las tripas de Beltrán; más aún cuando el cuerpo presente era el de su querido primo, su mejor amigo, aquel que le había protegido de los peligros en múltiples ocasiones y que le había metido en problemas otras tantas veces; su ausencia le dolía más que la de su hermano. ¡Que lejos quedaban las tardes de juegos en los montes del Pirineo! Ninguno de los dos volvería jamás. Diego había muerto y él no sería nunca la misma persona: la guerra lo había cambiado, mutilando pequeños destellos de su alma, cercenando esos lazos que le ataban al mundo. En ese momento se sentía pequeñito, sólo entre multitudes, pero no tuvo tiempo de seguir compadeciéndose cuando la suave voz de David interrumpió sus pensamientos: –No es necesario seguir con esto. Podemos buscar otro lugar… o enterrarlo junto a Arima…
La actitud adulta y responsable de aquel adolescente, que, contando sólo trece primaveras, ya había sido huérfano dos veces, hizo que Beltrán actuara: abrió la caja con la pala y todos tuvieron que retroceder unos pasos ante el hedor que emanaba. Le dedicó una mirada fugaz, pero apenas llegó a distinguir a su compañero en aquellos demacrados rasgos. El miedo a volver a llorar le hizo retirarse en busca del siguiente muerto.
Fahima no pudo reprimir un nuevo lamento al vislumbrar el uniforme de soldado cristiano; para no gritar de rabia ante aquellas vestiduras, que habían destruido su hogar y asesinado a su familia, tuvo que concentrarse en su rostro: apenas podía reconocer en aquel cuerpo al muchacho que había salvado su vida; ese día también llevaba el uniforme, pero no lo había lucido más desde entonces. Su choque de sentimientos acabó cuando pasaron a su lado Beltrán y David, portando al anciano maestro, envuelto en sus blancas mortajas; era un bulto escuálido, demasiado estrecho para alguien que alimentaba las almas: gracias a él se había formado aquel extraño grupo, acogiéndolos en su hogar a pesar del riesgo y enseñándoles en los dudosos tiempos de paz. Para ella había sido un amigo además de un sabio consejero, pero, para el chico, había sido un padre.
Tuvieron que sacar el cuerpo de Diego, removiendo aún más la peste, para meter el del anciano y colocar unos tocones de madera, que harían de pilares para una tabla, puesta a modo de doble fondo; colocaron encima el cadáver del soldado cristiano y bajaron la caja por segunda vez. Si las historias del pillaje de tumbas eran ciertas, sólo asaltaban las sepulturas no cristianas; si llegaban a profanar aquella, encontrarían a un guerrero de su misma religión y sin nada de valor a excepción de sus ropajes.
David no pudo evitar sonreír ante la amarga ironía que suponía enterrar así al erudito, cuya vida había entregado al estudio de las plantas y de las piedras: cada vez que descubría una nueva característica decía haber desentrañado un secreto de la tierra. La pareja le observaba, extrañada por su gesto risueño, por lo que, a modo de aclaración, expuso: -En su muerte se han convertido en un secreto de la tierra.
La ambigua frase del adolescente les hizo esbozar una fugaz sonrisa al recordar las clases que todos ellos habían recibido de aquel anciano; no fue la última anécdota, sino que se fueron sucediendo las historias a medida que las paladas dejaban caer la oscura arena que ocultaría los cuerpos de sus seres queridos; los protagonistas cambiaban, pero las emociones que levantaban eran un eco común de sus sentimientos.
–Ya casi hemos acabado-, avisó David. -Apenas nos queda una palada a cada uno de tierra.
Solemnemente, Beltrán hizo tal gesto declarando: -Tierra a la tierra.
-Y a la tierra volveremos-, añadió Fahima reiterando la acción del chico.
–Amén-, sentenció el chico, cerrando aquel círculo de citas y abandonando la rocosa estancia cuando la luz de la mañana entraba, apuntando aquellos tímidos rayos a la cabecera del sepulcro.
Beltrán observó como ella lo seguía y lo retenía a la entrada; recolocó la cruz que marcaba una tumba cristiana y salió de la cueva para unirse al dúo, que contemplaba la vista escogida para el reposo eterno. Desde lo alto de aquella ladera podían distinguirse los muros de la fértil y célebre Daruqa envueltos por un verde bosque y la silueta del Jiloca; el sol comenzaba su camino diario, cuando una reflexión escapó de los labios del cristiano: –¿Tan difícil sería?
-¡¿El qué?!- preguntó con curiosidad la chica.
–Que el resto del mundo pudiera entenderse como nosotros.
Fahima contempló de nuevo la ciudad que había sido su hogar; apenas podía distinguir en pie algunas de las casas mientras el humo aún escapaba de las que se habían venido abajo; con el dolor esbozado en sus palabras contestó: -Hubo un tiempo que aquí vivimos las tres religiones. Apenas fue hace un mes, pero ahora me parece tan lejano…
El trío guardó nuevamente un momento de silencio que David se atrevió a romper: –El maestro Alter me habló de un lugar, no muy lejos, donde planean tener la mayor biblioteca del mundo; corría el rumor de que el rey de Castilla estaba reuniendo sabios sin importar su fe.
-Suena demasiado bonito. No sé si podemos creer que algo así se respete en medio de la guerra; más bien parece un sueño-. La voz de Beltrán, el joven noble llegado desde los pirineos aragoneses, sonaba ajada y herida. Sin embargo, cierto tono de esperanza se adivinaba en sus palabras cuando preguntó: –¿Cómo se llama ese lugar de armonía?
-“Toldoth”-, contestó David.
–“Tulaytulah”-, añadió Fahima con su acento marcado de añoranza. –El maestro también me habló de ese lugar.
Beltrán pronunció el nombre de su destino intentando unir las formas oídas por sus compañeros: –“Tolleto” -. Tras unos interminables segundos de reflexión y profundo silencio se atrevió a preguntar, casi sin darle importancia a sus palabras: –Parece el lugar perfecto para nosotros. ¿Queréis que vayamos?
–Ya no sé lo que quiero hacer-. Fahima tragó saliva, abrumada por el horror que le producía ver su hogar desolado. -Tengo la sensación de que huimos de una pesadilla, de la que es imposible escapar.
-Llevamos semanas luchando contra este horror, intentando evitar lo inevitable-, aportó con oscura calma David. –Sólo hemos conseguido encontrar la muerte de nuestros seres queridos.
Beltrán inspiró ligeramente y pudo sentir la fragancia de la lavanda; pensaba que arrastraría la pestilencia de la muerte adondequiera que fuera, pero la vida parecía abrirse paso finalmente. Una fugaz sonrisa se dibujó en su rostro marcado por la pena ante la idea: -Quizá era porque intentábamos escapar de una pesadilla. Puede que este sea el momento de perseguir un sueño.