Hamelín S.L.
María López Bris
– Hay que despedir a Faustino.
– ¿Despedirle? No puede hacer eso, es uno de nuestros mejores comerciales.
El responsable de recursos humanos continuaba sentado al otro lado de la mesa del despacho, pero el director general se había puesto en pie y ahora observaba la calle. Parecía que no se atreviera a mirar a su interlocutor a los ojos. Dos cafés para llevar humeaban en la mesa. Un péndulo de Newton no cesaba en su movimiento constante, como único sonido que rompía el silencio. La luz afilada del sol de mediodía atravesaba las cristaleras invadiendo el despacho. El gesto de Esteban, que esperaba una rectificación de lo que acababa de oír, revelaba incredulidad y cierto temor. Al no obtener respuesta decidió continuar.
– Él nos consiguió el contrato que ha permitido mantener a flote la empresa durante todo este tiempo. Es un comercial excepcional. No podemos perderle.
– La decisión está tomada. Es demasiado viejo y además no tiene estudios. Es un lastre. Necesitamos a alguien más joven y con más formación. Además nos cuesta demasiado, cualquiera haría el mismo trabajo por la mitad.
– Pero tiene mucha experiencia y es un comercial nato. Engatusa a los clientes, los atrae hacia sí y consigue que le firmen cualquier…
El director general se volvió y levantó la mano indicando que parara. Con ese gesto zanjaba las conversaciones. No había más que decir.
– Quiero que le despidas hoy mismo.
Esteban salió del despacho, cabizbajo, pensando en qué hueco podría hacer en la agenda para llevar a cabo esa desagradable tarea. El ruido de teclados imparables e impresoras no consiguió distraerle. Sus oídos estaban tan habituados a ese sonido que lo escuchaba incluso al llegar a casa, como cuando sales de una discoteca y la música resuena en tu cabeza durante el resto de la noche. Había olvidado el café, pero no le apetecía volver, así que se dirigió hacia la máquina para sacar otro. Echaba de menos aquellos tiempos en los que el descanso para comer se respetaba y el café de sobremesa se tomaba en vasos de verdad y no en esos sucedáneos de cartón.
Tras la cita, Faustino cerró la puerta del pequeño despacho de Esteban dando un fuerte portazo. Los papeles amontonados encima de su mesa temblaron un segundo con la corriente. A pesar de que lo había defendido delante del jefe, no podía evitar sentirse culpable y un nudo se instaló en su estómago. Los despidos como este, a las puertas de la jubilación, eran los más duros y si además se trataba de un buen trabajador, como era el caso, llegaban a ser incluso dolorosos. Con movimientos rutinarios y mecánicos cerró el portátil, lo guardó en su maletín y se dirigió hacia la puerta. Antes de abrirla se giró un momento y observó la estancia. Montones de papeles abarrotaban la mesa y la estantería junto a esta, sin apenas espacio para salir entre ambas. Una pequeña ventana pegada al techo dejaba entrar algo de luz, pero si te asomabas a la misma lo único que podías ver eran infinidad de zapatos caminando en diferentes direcciones. Tras la reestructuración había quedado relegado al último despacho del sótano, al lado del parking, y el olor a motor era tan intenso que si alguien se cruzaba con él pensaría que trabajaba en un taller mecánico. Al salir, cerró el despacho con llave preguntándose para qué lo hacía, pues seguramente nadie querría entrar, y se dirigió a su Ford Escort.
Ya dentro del coche una idea irrumpió en su cabeza como una apisonadora, atropellando al resto. Sabía que él sería el siguiente. Poco a poco había ido despidiendo a todos sus coetáneos. La oficina estaba siendo invadida por chavales jóvenes a los que doblaba la edad, que no tenían ninguna experiencia, pero en cuyos currículums aparecían títulos que no sabía ni nombrar. Eran diestros en la informática y los idiomas, pero apenas se saludaban y no se relacionaban entre ellos ni con los demás. No conocía nada de sus vidas, no sabría decir cuántos de ellos estaban casados o tenían hijos. El nudo en el estómago se fue deshaciendo, transformándose poco a poco en rabia.
Al llegar a casa se descalzó y caminó solo con los calcetines hasta su habitación, arrastrando los pies. Una vez allí, se desabrochó el nudo de la corbata y se tiró en la cama. El presentimiento de que iba a ser despedido no había desaparecido, pero la rabia del primer momento se trasformó en resignación. Tenía el estómago cerrado, así que pensó en meterse directamente bajo las sábanas y dormir un rato. Si sentía hambre más tarde, siempre podría recalentarse uno de los platos de comida precocinada que invadían su nevera. Se puso de lado y observó la foto de Mónica que descansaba en la mesilla. Ver esa sonrisa le calmaba. Hacía más de diez años que no sabía nada de ella, desde que su madre le prohibió volver a verla tras una discusión entre ambas. Sacó la foto el día que su madre falleció y había pasado dos años en su mesilla observándole desde la distancia.
Se despertó cuando la luz del sol iluminó su cara. Miró el reloj y descubrió que no tenía tiempo ni para tomar una ducha, así que se cambio de ropa y salió hacía el trabajo. Ya en el coche, en el atasco de cada mañana, recordó que había soñado con Mónica otra vez. Era el mismo sueño de siempre. Ambos estaban paseando por un parque, dados de la mano, cuando de repente la tierra se abría entre ellos y los separaba. Siempre apretaba fuerte su mano pero no conseguía atraerla hacía él y finalmente se soltaban. Algunas mañanas sentía incluso dolor en la mano de la tensión acumulada.
Al llegar al despacho, Faustino le esperaba en la puerta. Habían quedado para firmar el finiquito de éste y Esteban llegaba tarde. Faustino tenía mucho mejor aspecto. Le dijo que había reflexionado y le pidió perdón por su comportamiento del día anterior. No le guardaba rencor y, de hecho, le aseguró que sería una de las pocas personas que iba a echar de menos de esa maldita empresa. Cuando salió del despacho, Esteban tuvo una extraña sensación, como si el despido de su compañero le produjera cierta envidia, aunque en seguida se distrajo con el papeleo diario.
Ese día tendría otra reunión con el director general y sospechaba que iba a proponer más despidos. Rezando porque uno de ellos no fuera el suyo acudió al despacho con informes meticulosos de todos los empleados y algunos cálculos de gastos. Se había esforzado realmente por mostrarse eficiente, así que ni siquiera había parado para comer. Por suerte, finalmente solo se trataba de una reunión para presentar nuevos productos de la empresa.
Cuando estaba conduciendo hacía su casa cayó en la cuenta de que era viernes pero, como solía ocurrirle, este hecho no le hizo demasiada ilusión. Recordaba aquel tiempo en el que deseaba profundamente que llegara el fin de semana para salir con sus amigos o quedar con Mónica. Pero de eso hacía ya demasiado tiempo. Todos sus amigos estaban casados y tenían hijos o, al menos, tenían pareja. Así que desde hacía mucho tiempo sus fines de semana se habían transformado en días tan rutinarios como los demás.
Cada domingo salía a recorrer la calle comercial que se extendía detrás de su edificio y cuando llegaba al final de la misma se sentaba en un banco. Una vez allí, observaba a la gente pasar e imaginaba sus vidas. Disfrutaba de sentirse acompañado en cierta manera. Aquel domingo había decidido comprar una bolsa de pipas. Cuando ya llevaba media hora sentado, totalmente centrado en sus pensamientos y cavilaciones, alguien tocó su hombro. Cuando se dio la vuelta para comprobar quién había sido, las pipas se derramaron desde la bolsa al suelo. Ante sus ojos, la cara de una Mónica más arrugada y envejecida, pero igual de bonita que la que aparecía en la foto de su mesilla, le llamó por su nombre. Esteban sentía como le temblaban las manos y el labio inferior. Estaba tan nervioso que ni siquiera se percató del niño que sujetaba la mano de Mónica, hasta que ella se lo presentó. Tampoco del hombre que hablaba por teléfono unos cuantos pasos por detrás de ellos. Por supuesto, estaba casada y aquel era su hijo pequeño. Tenía otra hija pero estaba en casa de unas amigas en aquel momento. Mónica le preguntó también por su madre. Esteban le contó que había muerto hacía un par de años y Mónica le dijo que lo sentía. No les dio tiempo a hablar mucho más. Su marido tenía prisa así que se fueron casi corriendo en cuanto colgó el teléfono. Esteban se sentó de nuevo en el banco y respiró profundamente. Sintió cierto alivio. Siempre se había culpado por no llamarla tras la muerte de su madre, pero descubrir que eso hubiera sido inútil le quitaba cierto peso de encima. Sin querer empezó a hacer cuentas. Hacía diez años que no la veía y en ese tiempo, Mónica se había casado, había tenido dos hijos y aún conservaba su increíble belleza. Se preguntó también si el tipo del teléfono la merecía, si la estaría haciendo feliz. Tras eso no puedo evitar pensarlo. Si hubiera seguido con ella, a pesar de su madre, ahora estaría paseando con su familia y no sentado en ese banco. No tendría tiempo de inventarse la vida de los que pasaban porque tendría la suya propia. El alivio que había sentido desapareció de repente y se trasformo en cierta pena de sí mismo.
Aquella noche volvió a soñar con Mónica, pero ya no paseaban dados de la mano. Tuvo una aparición de ella en su despacho, sentada. Sin mediar palabra se levantaba, se dirigía hacia fuera y salía dando un portazo. Cuando él abría la puerta para ir en su busca, Mónica había desaparecido y, en lugar del parking, Esteban se encontraba en el despacho del director. Se despertó envuelto en sudor.
El lunes tras su encuentro con Mónica no fue como los otros lunes. Se sentía distraído y no conseguía completar ninguna tarea de las que pretendía. Su plan para mostrarse eficiente no estaba funcionando y comenzaba a temer que finalmente le despedirían. Estaba pensando en ello cuando cogió su agenda y, sin saber por qué, comenzó a revisar sus días pasados. La semana anterior había escrito con tinta roja que tenía que llamar a Faustino para su despido y había apuntado junto al nombre su número de teléfono. Recordó a Mónica en su sueño, desapareciendo tras la puerta y, llevado por un instinto casi animal, cogió su móvil y apuntó en la agenda el número de Faustino. Al día siguiente, con una determinación completamente desconocida para él, entró en el despacho del director y depositó los papeles de su despido y su propio finiquito calculado y firmado sobre la mesa de escritorio.
Seis meses más tarde, la noticia invadió los periódicos locales. Hamelín S.L., empresa dedicada a la desratización de edificios, había quebrado, aplastada por una competidora del mismo sector de nueva creación. Según el periodista, la nueva empresa había conseguido contratos millonarios en un tiempo récord y, aunque se desconocía la identidad de los fundadores, se rumoreaba que seguramente fueran inversores extranjeros que conocían el mercado profundamente y que habían conseguido arrebatar varios contratos importantes a Hamelín. Los expertos afirmaban que debía tratarse de verdaderos genios de las finanzas.
Esteban ojeaba el periódico mientras bebía a pequeños sorbos un café con leche servido en una taza de cerámica. Faustino, frente a él, sentado al otro lado de la mesa de su amplio y luminoso despacho, degustaba otra taza mientras repasaba unos informes. La foto de Mónica que antes descansaba sobre su mesilla estaba ahora en la mesa, situada estratégicamente delante de Esteban, como un recordatorio. A ella la perdió por no llevar la contraria a su madre, pero llevar la contraria a su jefe le había llevado a ese lugar privilegiado en el que siempre había querido estar.