«El ladrillo de oro» por Miguel Parrilla Nieto

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 Almamún, rey de la taifa de Toledo, paseaba nervioso alrededor del estrado donde yacía recostada su esposa Haifa, la más hermosa. Se mesaba la barba haciendo peine con los dedos de su mano diestra, descalzo, con las babuchas tiradas en el suelo, y las rodillas al aire. Ella, pálida, ojerosa y lánguida, acababa de entrar en la sala después de haber vomitado por tercera vez en la mañana.

– Será otra hija- comentaba Almamún más para sí que para los oídos de Haifa-

– O un hijo- se atrevió a señalar la embarazada- este será el tercero y te traerá la dicha.

– No lo creo. Tú no puedes parir hombres, ya lo has demostrado por dos veces. La sangre de los banu-di-nun no cuaja en tu cuerpo. Y conmigo se extinguirá para siempre.

Haifa guardó silencio. Se sentía culpable de no haber parido varón y las palabras de su esposo eran doctrina: se acabaría la casta de los banu, los primeros que entraron en Al Andaluz hacía más de tres siglos.

El silencio volvió a la estancia donde los esposos solían tomar el primer alimento del día contemplando el amanecer sobre las aguas del Tajo. Aquella mañana ni la luz rojiza de la aurora ni el trino melodioso de los mirlos habían logrado poner una nota de alegría en los rostros de los esposos. Toledo se despertaba luminoso y ellos sólo veían sombras oscuras en el cielo, presagios funestos de un futuro sin luz.

Haifa debía parir un varón, de lo contrario, Almamún, amo y señor de las riberas del Tajo, podría desahuciarla como hacían todos los grandes señores de Al Andaluz con sus esposas infértiles o madres de sólo hembras.

– Este será hombre, esposo mío. Será un banu-di-nun y seguirá gobernando a Toledo, y poseerá Córdoba y dominará Valencia. Pero debes dejarme libre hasta el salat segundo del almuédano, sólo ese tiempo. Necesito salir de esta casa y hablar con gentes que saben más que yo. Antes de que el sol deje de subir estaré de vuelta.

Almamún paró su rueda de pasos, miró a la esposa como si nunca la hubiera visto y con voz entrecortada por un acceso súbito de amor, le preguntó:

– Y a dónde irás. Tú no puedes pasear por las calles de Toledo como una mujer cualquiera; eres la esposa del rey y habrá muchos que me querrán dañar en ti.

– Ten confianza, esposo; Nadie sabrá quién soy ni a dónde me dirijo, pero es preciso que salga. Dame tu venia y lo haré.

Volvió a caminar, fijó los ojos en el suelo, quedó mudo y retorció la barba como se estruja un guiñapo sucio. Miró al rio, vio reflejarse en sus aguas claras el primer rayo de sol. Nada perdía con acceder a la petición de su esposa, ella sabría cuales habrían de ser sus pasos; si al final paría un varón todo se habría de dar por bien servido.

– Acepto, puedes irte; pero ya sabes, cuando se escuche la llamada de Ala, te quiero ver aquí con los ojos sin halo y la boca rosada. Ahora, como lo pides, vete.

La esclava siria que siempre le acompañaba hoy no lo haría, aunque nadie más debía saber a dónde encaminaba sus pasos. Ella, Huda, conocía en la ciudad a la flor y nata de la hechicería, y entre las que ejercían la adivinación y las artes ocultas se hallaba la más famosa partera de Toledo, Najat, judía de tantos años de vida como cientos de hijos ayudó a traer al mundo. La vieja Najat no sólo ejercía de prodigiosa comadrona en los partos difíciles, sino que poseía las artes precisas para hacer que una mujer dura de vientre concibiese y hasta se decía de ella que podía cambiar el sexo del no nacido en los tres primeros meses de gestación.

Haifa se echó un manto sobre la cabeza tapando con él su vistoso hiyab de seda. Abrió la portezuela por donde entraban a palacio los proveedores y gentes del pueblo. Era la primera vez en mucho tiempo que pisaba el empedrado desde que fue elegida como esposa por el todopoderoso gran Almamún. Dio un rodeo para orientarse en su intrépida aventura y encaminó sus pasos hacia la judería. Allí en el tortuoso dédalo de callejas retorcidas, rincones sin salida y fachadas sin huecos, fue buscando la señal convenida entre Huda y Najat para que ella encontrase la puerta a la que habría de llamar.

Un cántaro desportillado con una rama de olivo asomando por la boca permanecía apoyado en la jamba de una puerta angosta, era la casa de Najat. La señal era exclusiva de ese día y para la importante visita que habría de llegar esa mañana. Llamó Haifa y sin que nadie contestase a sus tímidos golpes sobre la madera, la puerta se abrió y con el mismo sigilo volvió a cerrarse tras ella.

– Bienvenida seas a esta tu casa, hermosa Haifa- fueron las palabras que oyó sin ver quien las pronunciaba.

La oscuridad era total, un ambiente lóbrego acentuado por el olor acre de la humedad atrajeron el vómito a la boca de la embarazada. Aguantó la arcada permaneciendo rígida frente a la figura que se intuía entre las sombras. La luz amarillenta de unos candelabros alumbraba una estancia interior, su reflejo fue aclarando las pupilas de Haifa hasta poder contemplar a la persona que le hablaba. Una débil silueta de mujer se perfilaba viva apoyada en el respaldo de una silla, era la judía Najat

– Ya sé a qué vienes, me lo ha contado tu esclava Huda, pero has de ser tú quien me de los pormenores. Ven conmigo.

– La mujer tomó la mano de Haifa que se la ofreció sin resistencia. Cruzaron la sala oscura y pasaron al cuarto iluminado con las siete candelas. Najat era muy vieja, de corta estatura y espinazo curvo. Toda su escuálida estructura forrabase con túnica estrecha a modo de aljuba de color negro desvaído, y los cabellos, más canos que morenos, iban al aire, revueltos como arañuelo.

La judía ofreció a la ilustre mora un escabel cubierto de damascos mientras ella se sentaba sobre en un posete de enea forrado con piel de gato.

– Estoy preñada de dos lunas- habló Haifa cuando se hubo acomodado- Ya lo sabes. Para el ramadán tendré mi tercer parto, pero los otros dos han sido de hembras, dos criaturas bellas como la aurora y sabias como su padre, pero debo tener un varón.

-Difícil situación la tuya. En la naturaleza nadie manda. Los remedios que yo te pueda dar no sirven para dirigir la mano de Yahveh o de Alá- rectificó- pero desde que vino a verme tu esclava he repasado los textos antiguos y creo poder ayudarte.

-.Ayúdame, Najat y tendrás de mi lo que quieras- Haifa imploró con las manos juntas buscando con ansiedad cualquier gesto en el rostro de la anciana.

– Nada me deberás porque no he de ser yo quien haga el milagro.

Se levantó con dificultad y dirigiéndose a un arca de madera apoyaba en la pared, levantó la tapa y extrajo del interior un rollo de vitela en la que se podían ver algunos caracteres de un extraño alfabeto.

– Este es el libro de la vayikra donde están los consejos de David a nuestro pueblo. En estos capítulos, a modo de vuestros suras, se recoge toda la liturgia de los sacrificios, pero en tu caso de nada serviría degollar un cordero como lo hizo Isaac. Tu limpia condición de madre de príncipes no puede mancharse con sangre, ni de hombre ni de animal, tú debes honrar a Dios con agua, un agua limpia de toda impureza como lo hizo Juan el Bautista.

– Pero eso es el bautismo y yo soy musulmana. Mi esposo me mataría- arguyo Haifa alarmada.

– No tortures tu alma con la zozobra. Los antiguos levitas honraron a Yahveh no sólo con sangre sino también con agua. Nuestros sabios compartieron su conocimiento con los cristianos y ellos tienen aquí en Toledo más poder que nosotros. Acudirán si los llamo para ti. Unos y otros aplicarán los preceptos de la vayikra como yo les indique y tú honrarás a tu dios con los nombres de Cristo y el libro de David.

Haifa no entendía nada de lo que le estaba proponiendo la partera judía. Cristo y Yahveh, unidos para honrar a su Dios, y todo sin conocimiento de su esposo que era la el preferido del Profeta en la tierra. Había perdido el tiempo y su corazón latía ya sin esperanza. Se puso en pie con intención de abandonar la casa.

– No te vayas, mujer. Tu esposo necesita un varón que le cierre los ojos a la hora de la muerte y monte después el caballo que le lleve a la victoria ante el infiel. Hará lo que le digas.

– Y qué he de decirle

– Le dirás que cuando la luna esté llena, que será la tercera para tu hijo, debes acudir a las viejas termas que vosotros llamáis baños, y someterte al ritual que yo misma ordenaré. Aunque le cueste, deberéis él y tú aceptarlo con la fe de los creyentes. Hacedlo así y tendrás el varón que deseas.

 

II

Las viejas termas se hallaban abandonadas desde que los godos habitaron Toledo, ellos no eran amigos del agua. Fueron los musulmanes del pueblo, con sus abluciones de ritual, los que comenzaron a usar las aguas que brotaban del suelo. La nobleza jamás contemplaba la posibilidad de bañarse donde lo hacía la plebe, si bien con el paso del tiempo perdieron el primitivo nombre romano de termas y adoptaron el de baños, los baños, árabes, como eran conocidos entre los mozárabes a los que estaba prohibido usarlos.

Ni el emir Almamún, ni el obispo Pascual, ni el rabino Nefesht, que habrían de ser los oficiantes del encuentro propiciado por la vieja judía, habían pisado en su vida aquel lugar de la cuesta de poniente. Al alba del día de la primera luna subieron cada uno desde su respectiva morada hasta la puerta de los baños. Nadie más debía ocupar aquel espacio húmedo y oscuro donde se escuchaba a modo de fondo musical el incesante goteo del agua sobre el agua.

Una de las tres albercas, la más grande, se hallaba llena de agua limpia, la manada de la tierra durante toda la noche. El primero en llegar hasta la cripta fue el rabino, Nefesht, tocado con el kippa y cubiertos los hombros con el tallit ceremonial. A poco apareció el obispo mozárabe Pascual, un anciano apoyado en báculo repujado de plata, que cubría su pelo blanco con mitra de color celeste a modo con el tono brillante de la casulla. Y por último entraron en los baños el rey moro y su esposa, ella vestida con caftan turquí y sahila breve recamada de oro. El, cubierto el torso con manto de seda verde y la cabeza coronada por turbante blanco rematado en media luna.

Almamún expresaba en su semblante un gesto de pesar que trataba de disimular bajando la mirada. Él representaba a su dios, como los otros eran la imagen cada uno del suyo. Los tres juntos debían invocar a un Eterno sin nombre para que Haifa le diera a él un heredero y a Toledo un príncipe en el que se encarnase la dinastía Bereber de donde procedía. La situación era difícil para él, pero debía aceptarla sin condiciones ni recelos.

Los pasos del ritual propuesto por la judía Najat, comenzaron con la invocación de Almamún a su dios para dar carácter sagrado al acto que se iniciaba. El rey recitó en árabe las siete aleyas de la primera sura:

– ¡En el nombre de Dios, el Compasivo, el Misericordioso! Alabado sea Dios, Señor del universo, Dueño del día del Juicio, A Ti solo servimos y a Ti solo imploramos ayuda. Dirígenos por la vía recta. la vía de los que Tú has agraciado, no de los que han incurrido en la ira,”

Con las manos apoyadas en la frente, mirando al cielo, el rabino Nefesht, recitó en hebreo el salmo cuarto del Génesis:

– El hombre se unió con su esposa Jawah, y ella, concibió y pario a Qayin diciendo:“He creado un varón con la ayuda de Dios” y añadió: Así te lo pedimos, Señor, para la fiel Haifa.

Al escuchar el nombre de su esposa, Almamún, aunque nada de lo dicho entendía, dio un respingo que le sacó del santo enervamiento con que había finalizado su recitación.

Fue el metropolitano Pascual quien calmó la zozobra del moro y finalizó la ceremonia. Tomó en su mano derecha el hisopo, lo mojó en un acetre y elevando los brazos aspergió con agua bendita el agua de la alberca.

– Dios bendiga esta agua y el vientre que ha de sumergirse en ella. Había sido la oración más breve.

Durante siete días, correspondientes a las siete lunas que aún quedaban a Haifa para traer al mundo al hijo, la joven se sumergió en el agua bendita en presencia de la judía Najat. Debía permanecer cubierta hasta el cuello durante el tiempo que tardase en consumirse la lamparilla central de la menorá o candelabro de los siete brazos.

Haifa salía del alcázar cada mañana con la aurora. Le acompañaba su esclava Huda. Y al llegar a los baños, la siria quedaba a la entrada, vigilante. Dentro la esperaba Najat que encendía la lámpara y mientras la joven permanecía en el agua ella quemaba un ligero palillo de incienso que perfumaba la sala desde la bóveda desportillada hasta al suelo terroso y desigual.

Cuando llegó la hora del parto, la bella Haifa hizo llamar a Najat, ella debía ayudarla a traer al mundo al varón que con tanto celo habían demandado al dios de las tres religiones. Y la vieja judía subió temblando la cuesta que separaba la judería del Alcázar, sabía que su cabeza pendía de un hilo todavía sin cortar. Si era hembra la que nacía, ella no regresaría a su casa, el rey la mandaría degollar; pero tenía que hacerlo. Debía acudir a la llamada de la parturienta aunque su fe flaquease a cada paso que la acercaba a la real mansión.

En la sala donde Haifa se debatía en el lecho, dolor tras dolor, se hallaba el todopoderoso Almamún acompañado de un eunuco armado con alfanje, el médico real y dos mujeres, una de ella la esclava Huda. Hicieron pasar a la anciana y ésta, sin apenas voz en su garganta, ordenó traer hilas y agua caliente; por su parte, extrajo de su hatillo un bote de ungüento turbio que depositó sobre la alfombra del estrado donde brillaba una bandeja de plata de gran tamaño.

– Ahora llega el hijo que tanto ansías ¡Está aquí mismo, en mi mano!- Hablaba Najat más para darse ánimos a si misma que para consolar a la parturienta.

Los dedos de Najat temblaron al recibir al ser que llegaba al mundo. Los pocos dientes que aún le quedaban en la boca chocaban entre sí dando al rostro la apariencia de la muerte. Nadie podía ver su palidez ni apreciar la angustia que expresaba su semblante, estaba de espaldas a todos menos a Haifa que hacía esfuerzos por no alarmar a los presentes con sus gemidos ahogados.

Un grito más fuerte que los que venía conteniendo anunció la llegada del nuevo ser. Najat palpó con ansia el sexo de la criatura, le iba la cabeza. Tocó un botóncillo protuberante y blando, lo miró sin ver, le faltó voz para anunciar la nueva.

– ¡Un varón!- y quedó rígida con el niño entre las manos.

– ¡Ala es grande!- gritó el padre-Anúnciese la buena nueva al pueblo desde lo más alto del alcázar- y arrebató el pequeño de las manos sarmentosas de Najat.

En agradecimiento Almamún concedió a la comunidad judía una serie de privilegios desconocidos hasta entonces, como así mismo suavizó las condiciones de vida de los mozárabes, oprimidos secularmente por la mayoría musulmana. Pero lo que quedó para la posteridad fue la obra que atravesó los siglos. El rey mandó reconstruir los viejos baños romanos, hasta lograr uno de los mejores establecimientos balnearios de la época.

Durante el primer año de vida de Alcádir, que así se llamó al heredero de la taifa toledana, varias cuadrillas de alarifes levantaron muros, cubrieron bóvedas y construyeron canalizaciones y aljibes. Finalizada la obra y en recuerdo de la feliz ayuda recibida en aquel lugar por su esposa, Almamún mandó colocar un ladrillo de oro en la bóveda principal, encima de la alberca donde Haifa realizó las inmersiones.

Desde aquel año de 1060, las mujeres preñadas, moras, cristianas y judías, realizaban en los baños árabes un novenario de aguas para llegar a buen fin en su embarazo y traer al mundo hijos sanos, bellos e inteligentes. Mientras permanecían en el agua miraban al techo en busca del ladrillo de oro, y dicen que lo había, pero que con el tiempo, el humo de las lamparillas que marcaban el tiempo de inmersión, lo fue oscureciendo hasta confundirse con los demás de barro cocido.