Azul

«Azul»

Jenny Carralero Rodríguez

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El azul quiere alcanzar la cima del ser. Él piensa que esa plenitud está en la pureza. Comienza a expandirse suavemente, guiado por el pincel de un dios de la luz y los colores. Avanza salpicado por manchas blancas, trazando un surco sobrio. Pero algo ha sucedido que le quita esa su serenidad inicial. Ha visto al rojo, lo ha rozado y ese contacto lo azora. Retrocede, sube su tono hasta el Prusia, se disemina en grandes arañas, y luego se derrama tranquilo, brilloso y casi traslúcido. Por un instante olvida su deseo de alcanzar la cima del ser. El azul atisba al rojo detrás de una piedra. Ruedan ambos en caminos paralelos. Se acercan alguna vez, se llegan a tocar y luego se apartan dando saltos, esquivando manchas amarillas, charcos verdes, algún tronco marrón. Son incansables en su mutuo juego de perseguir, encontrarse y volverse a esquivar.

Contra una pared gris, el rojo ha chocado y ya no puede seguir. Del otro lado el azul espera, bordea la roca en solo dos dimensiones posibles, y descubre que no puede traspasar esa dureza virtual. Se desespera. Solo gris impenetrable. El azul palidece, su tono se degrada, pareciera que también va a volverse gris. Se va tornando seco, a punto ya de petrificarse. No quisiera seguir, ocultarse en una oquedad y cerrarse al mundo. Pero una fuerza mayor lo obliga, pudiera ser la fuerza del tiempo. Sigue su camino sin ganas, convertido en un hilo opaco, a veces se aclara como si fuera a volverse transparente y comenzar a gotear. Podría estar así interminablemente sino fuera porque lo ha cegado la luz. La luz del amarillo en círculo que se desparrama. Se llena de esa luz amarilla con un aliento de esperanza. Invaden juntos espacios vegetales, respiran el olor de la yerba fresca, de los tallos y las hojas que están creciendo y ríen. Ahora vuelan en la cola de un pájaro. Debajo, saliendo de su guarida, el dragón cree ver a lo lejos los sombreros de los cazadores. Ríen el azul y el amarillo en los ojos del niño que mira la ranita del estanque.

Se despide, vuelve a quedarse solo frente a su vacío. Quiere olvidar su pérdida, conocer formas nuevas, otros olores y rostros, por eso llega hasta esa mujer. Tiene curiosidad por penetrar su mundo, se deja ensombrecer por la tristeza que emana de ella y se reparte entre el sombrero de alas grandes, larga cinta de muselina y el vestido mancillado. Hay poca luz aquí, es la penumbra de un café. Está melancólico el azul en los ojos, quizás porque añora al rojo oscuro de la boca pequeña y de la copa de vino; abstraído, mira la copa en el mantel o hacia algún lejano país que secreta el espíritu del vino a través del cristal. El azul, en el vestido mancillado, envuelve el cuerpo que se reclina hacia el brazo derecho casi 2 en el extremo de la silla, y con su intuición de color percibe las vibraciones que vienen del fondo, en los violentos amarillos del sobretodo del señor. El señor espera, aunque se sabe dueño del cuerpo que envuelve el vestido, de la boca que añora el azul de los ojos. El azul en el sombrero irá a la silla, angustiado por la débil presencia de la luz, han llegado a una habitación estrecha. Es una buhardilla. El señor, violentos amarillos, espera porque el azul del vestido abandone el cuerpo delgado y se quede sobre el respaldo de la silla. Sólo el azul oscuro y sedoso de las medias, permanece sintiendo el olor de la piel que reposa sobre blanco. El amarillo cubrirá el cuerpo huérfano de azul. La penumbra se hará más cerrada.

Sobre la silla, el azul en el sombrero estará sombrío viendo al señor escurrirse por el fondo, violentos marrones. El de los ojos sigue triste, el de las medias, descansando sobre blanco. En el cuello, el azul brillante que cuelga estará tenso, queriendo salir al río, a tomar aire fresco, un poco de luz.

La luz serpentea sobre el agua, se reparte profusa sobre el puente, donde se dibuja la figura de la mujer del sombrero con la cinta de muselina blanca. Esa figura se hará más pequeña aún mientras la visión del puente de madera sobre el río crece. Las líneas no apresan a las siluetas, las dejan difusas, quizás porque así las ven los ojos. El azul del vestido mancillado sueña con la placidez de las aguas, tan ajenas al lóbrego café y la habitación pequeña; el de los ojos mira su propia imagen y casi se alegra cuando ve al azul del sombrero caer cerca de una barca anclada a la orilla, escapándose gracias al viento.

Ha huido, ya no siente la lobreguez del aire ni el olor del vino. Buscando cómo liberarse de la envoltura de las formas concretas, llegará a su espectro, esa fila india donde apretujan a los colores separados por límites ingenuos, donde todo le confirma su origen como un hijo de la luz. Descansará, habrá dejado sus obsesiones en la puerta y entrará desarmado a su hogar. Lejos, al otro extremo, inalcanzable, el rojo en su celda quizás pensará en él o en un día en que el azul no pueda ser desterrado de la tarde y permanezca fuerte, iluminado por una luna redonda o una luciérnaga quieta.

Entonces escapa de su propio espectro limitado, de ese destino impuesto de permanecer entre acogedoras celdas coloreadas, ajenas a la variedad del mundo. Ahora perseguirá los acordes de la música. Se dejará arrastrar por una confusión de colores, entregado a la fiesta, se abismará en un espectro loco de despreocupado mestizaje, mezclará su sudor con el de la multitud, entregará su cuerpo a otros cuerpos sin rostro. A veces, en un destello de lucidez, recordará sus pérdidas, los espacios sin color que dejó en el camino, y volverá a sumergirse con más ímpetu en el aquelarre. Ya no se reconocerá a sí mismo, sin conciencia, 3 irremediablemente ebrio. Entonces la música será lenta y triste: un saxo solitario dibujando el blues.

Pero el dios de la luz y los colores es compasivo, el azul hallará su rojedad, su otredad. Encontrará al rojo, fiesta de amor, viento cálido, cuando ya no le quedaba nada a lo que asirse. Las cartulinas y las telas pudieran quedarse sin rúbricas, volverse transparentes, y los zapatos y los semáforos. Indecible.

El azul adora la gracia con que el rojo propulsa el movimiento y acarrea las energías de la vida para derramarse en la guerra, el rojo es cruel como todo adolescente. Adora la suavidad del rojo y como se ruboriza cuando lo mira a los ojos, cubierto con un vestido blanco ladea el rostro, y hurta su ofuscación. El rojo se perfumaba con esencia de rosas y adornaba con brillo de rubíes, mimándose para nadie o para todos, ignorando su necesidad de ser poseído, sólo para disfrutar el desasosiego que causa su vista. Rojo, cubiertas las ansias de negro; encendido, pero virgen. Y ahora el rojo se ama para el azul, siente que esa pasión por sí mismo estaba apenas esbozada y que se refuerza con una nueva finalidad, más abarcadora. Extiende toda su delicadeza para dejarse invadir por el vigor del azul, cerrar ese círculo de dos o de los muchos que hay en dos.

El rojo incita al azul en sus juegos de seducción. Ellos van a desnudarse de sus miedos, para besarse como si hubieran acabado de nacer, despojarse de sus adornos y de sus regiones oscuras, dejarán el pasado como una postal amarilla y bien guardada. El azul tiene miles de bocas y el rojo tiene miles de pieles con que ondular sus estremecimientos. Se agitan las anémonas, anémonas rojas, azules y lilas. Los colores comparten sus jugos, son ventanas que se abren. El rojo se vuelve un poco más frío, como en las noches en que el amante se desvela y en su fiebre contempla al otro dormido y ajeno, enamorado de su propio sueño. El azul se vuelve más cálido, como el agua cuando se calienta por el sol. Ya nunca más será el mismo. Estará un poco más cerca de las fuerzas de su nacimiento, un poco más femenino, embadurnado de un perfume oleoso y matricial, pero curiosamente más él, más azul. La caricia fluye, se abren las ostras, un aliento retenido, expectante hacia el avance de un roce leve, hacia un centro esperado, dulcemente cubierto su trayecto, la humedad cálida se esparce en una línea vacilante. Las axilas y las ingles del azul huelen a marisma y las del rojo, a fresas recién cortadas. El rojo explora extensas planicies, el cañón de un río exiguo; el azul subirá las cumbres de volcanes ya nunca más dormidos. No tiene límites ese goce de absorberse, y unirse. Ellos pueden amarse a distancia o anclados en siglos distintos, sin el impedimento de sus propios cuerpos. Algunos amaneceres puede encontrárseles yacientes, en el reflejo irisado de la ola que se escurre sobre la arena. Su unión no depende de una 4 coincidencia en el terreno de lo posible sino en saberse encontrar sin ojos ni predicciones, más allá de la voluntad de un dios indiferente de colores.

La evidencia de ese encuentro pudiera ser un tornado o un ras de mar, y sus gemidos, el silbar del viento en las rocas; o nunca se tenga señal, pase inadvertida para los habitantes del universo y sea un acontecimiento definitivo y colmado de riesgos solo para ellos, bajo los techos de las casas o bajo el amparo de los puentes.

El viaje al infinito del conocimiento no sacia la sed de plenitud. Sólo el corazón se encuentra a sí mismo con la mirada del amor del otro, esa forma única de acompañarse, de alimentarse y conocerse que cuelga en la caída de una gota de agua y del transcurrir de un día y otro. ¿El amor, qué será, materia o energía?; quizás ambos, como la luz. El azul puede crear un mundo en el rojo, crear una dimensión hacia adentro, hacer crecer frutos gigantes esparciendo sus semillas, vomitar seres de los sueños y meterse juntos en las hogueras, donde bailan las mujeres. Se podría historiar el mundo con ellos. Ahora son cielo de ocaso, noche niña. Ahora se absorben hacia el brillo de piedras raras y hacia inéditos tulipanes. Azul y rojo en oleadas violetas de muerte. La luz está en todos lados, en algún lugar será tímida, delimitada por la intromisión de las líneas, que dibujan bailarines enlazados por los pies. En otros espacios será fulgurante. El azul ha dejado de ser para ser híbrido, le ha nacido una vida que arrastra sus orígenes. Dejar de ser, morir y renacer en otra vida sin conciencia de su pasado, pero mostrarlo a cada paso en su relumbre.

Para ellos, tal vez siguiendo un mito ancestral, la condición de la muerte llega con el pecado. Él tiene memoria, recuerda las travesuras que hizo con su amigo, su viaje al mundo sórdido de las formas, el sabor del vino, el olor de la yerba, y del cuerpo de una mujer. Pero no quiere esa muerte, piensa que al menos debe escoger eso, el mejor momento para morir. No quiere permanecer quieto en una eternidad de tinieblas. Siente que no está satisfecho y duda si alguna vez lo estará, porque su pasión, su hambre de absoluto será siempre más mordiente que la mejor combinación de las armonías, que todos los dientes del deseo, que todos los éxtasis. Por eso, el azul ha sido elegido, por un dios conmiserado de su pequeña rebelión, para morir y resucitar escoltado por nubes, escanciar la sal y matizar el aire en la lejanía. Y se deslíe coloreando animales y flores, venas y almas. Mientras haya ojos, celeste y marino. Inmenso.