«Un trozo de Paraíso» Daniel Blanco Parra

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UN TROZO DE PARAÍSO, por Daniel Blanco Parra

Ganador del Premio Pérez-Taybilí 

Cuando se dio cuenta, había pasado todo. Sí, todo: la alegría, la juventud, la ilusión. Un día cualquiera, mientras limpiaba el cristal de una de las ventanas del salón, Maruchi se había topado con su reflejo y había visto con claridad –una revelación de Dios– que su vida sería así para siempre, sin posibilidad de cambio, sin esperanza de mejora, como una presa con cadena perpetua. Estaría atrapada en aquella casa y con aquellas obligaciones por los siglos de los siglos. Ay. No lloró, no dijo nada, sólo siguió sacándole brillo al cristal. Desde entonces, era habitual encontrársela quieta, en algún rincón de la casa, con la mirada vacía, igual que la de una oveja que pace. Su boca se llenó de suspiros y empezaron a dolerle desde por la mañana la espalda y las varices. Su madre, doña Asunción García de la Granja, conocidísima –como ya sabéis– en Toledo y en sus alrededores, acababa de cumplir noventa y nueve años, y no tenía pinta de morirse pronto. De hecho, por las noches, Maruchi sospechaba que, sencillamente, no se moriría nunca. Ya se lo decía el médico, don Ramón, que tenía una salud de hierro y que estaba “fuerte como un roble”. Malditos robles. Madre, que aún se hacía un moño perfecto sobre la nuca y que no se levantaba de la cama sin su collar de perlas al cuello, pasaba los días apoltronada en los muchos sillones de la casa: iba cambiando de sitio según se moviera su hija. Si estaba cocinando para las dos, la anciana la observaba desde la sillita que estaba junto a la despensa e intentaba adivinar el sabor de las comidas: “eso va a estar muy salado”, “échale más aceite”, “el sofrito se te va a quemar”, “ese pescado no está bien limpio”; si estaba haciendo las camas, la otra la señalaba con el dedo: “ahí hay una arruga”, “el embozo de la sábana te ha quedado muy corto”, “la almohada está aplastada”; y si fregaba, le decía que lo hiciera con más brío o que no gastara tanto jabón, aunque lo peor era, sin duda, cuando tendía porque se enervaba tanto que no tenía reparos en gritar que así no se tendían las toallas, las bragas o los vestidos, que qué torpe era su hija que aún no había aprendido a hacerlo: “¿qué va a ser de ti cuando yo me muera?”. Maruchi, como se pueden imaginar ustedes, hacia las tareas de la casa con la mandíbula apretada y los dedos encogidos dentro de los zapatos. De su boca virgen nunca salía una palabrota, aunque se las sabía todas.

            Maruchi, a sus cincuenta y muchos años –nadie sabía con certeza su edad y ella jugaba a confundirnos a todos diciéndonos una fecha de nacimiento diferente cada vez que le preguntábamos- había empezado a tener pesadillas, siempre la misma. Soñaba, con idéntica precisión, que una mañana se levantaba canturreando y que, al entrar en la habitación de Madre, se la encontraba tiesa, con los ojos y la boca medio abiertos, con las manos como garras. Muerta. Ella, que no dejaba de tararear una canción de Sarita Montiel durante toda la escena –ésa de Polichinela, de la película ‘La Violetera’-, iba a la cocina, se preparaba el desayuno y después iba al entierro. No era capaz de llorar, o por lo menos en el sueño no aparecía. Se despertaba sobresaltada, con el corazón latiéndole en la garganta y el pulso tembloroso. Después de tomar varias bocanadas de aire, arrastraba los pies, silenciosa, hasta la habitación de la anciana y comprobaba que seguía respirando, que roncaba, que allí dentro olía a pies y a vejez. No sabría decir si se alegraba o se entristecía. Lo cierto es que pasaba el día cabizbaja, con los labios sellados, atormentada por su propio sueño. Los demás, los que nos la encontrábamos por la calle, tampoco adivinamos lo que le pasaba, primero, porque cada vez salía menos y siempre del brazo de su madre: al mercado, a la mercería y, sobre todo, a misa, y segundo, porque Maruchi, cuando iba acompañada, era poco dada a la charla y al cotilleo. Ella, como una mujer que trabaja diariamente su enfado, iba siempre seria y estirada, saludando con un leve movimiento de cabeza a los que nos cruzábamos con ellas o soltando un “vaya usted con Dios” por encima del hombro.

            Maruchi, y eso no se lo confesó jamás a nadie, fantaseaba desde pequeña con casarse y había mantenido esa ilusión viva y palpitante durante décadas. Sólo tenía que esperar a quedarse sola, pero ¿quién podría haber predicho que Madre iba camino de cumplir un siglo de vida? Ella lo había preparado todo y no dejaba de buscar candidatos cuando salía de casa o cuando se escondía tras la ventana de la sala de costura y veía pasar a los muchachos. ¿Cuántas veces había imaginado ella su boda en la catedral? Ay. Maruchi se iba apagando y se iba deshaciendo de sus sueños, como el que se quita un vestido sucio y lo deja en el rincón del dormitorio, como un charco de tela. De hecho, su maravilloso ajuar –nueve juegos de sábanas, no sé cuántos de toallas– se amarilleaba en los baúles del cuarto del fondo; y su corazón y su piel iban por el mismo camino: se acartonaban sin que nadie, nunca, los hubiera admirado, manoseado, piropeado. La anciana, que cada vez veía a su hija más callada, la incitaba a comer o le pedía a la vecina Almudena que le trajera unos pastelitos, a ver si así se ponía más enérgica. Una noche le dijo que seguramente tenía anemia, porque no era normal que se paseara por la casa como un alma en pena.

            El día que el cura la visitó era martes. Lo sabe porque los martes tocaba limpiarles el polvo a las figuritas del salón. Maruchi estaba con dos palomas de porcelana que se daban el pico en una indiscutible muestra de amor. Don Jesús, que venía con su sotana y con el alzacuello, llamó al timbre:

            —Buenos días, hija.

            —Buenos días, Padre. ¡Qué sorpresa! No esperaba su visita.

            —Pasaba por aquí y… ¿Puedo pasar?

            —¿Quiere ver a Madre? Está en el salón. Yo estaba limpiando el polvo y ya sabe que a ella no le gusta quedarse sola.

            Por la puerta abierta, entraba una bocanada de bochorno:

            —En realidad, venía a verla a usted.

            —¿A mí?

            —Sí, a usted.

            —Esto sí que no me lo esperaba yo. Pase, pase.

            Don Jesús caminó hasta el salón, saludó con un apretón de manos a la anciana y, justo después, se encerró con Maruchi en el cuarto de costura, casi en penumbra. Ella llevó los ojos a la ventana, pero en ese momento no pasaba ningún muchacho. Se sentaron en dos sillas tapizadas de flores: preciosas, pero incomodísimas.

            —Usted dirá… Que me tiene en ascuas.

            —En realidad, sólo quería ver cómo estaba. Últimamente parece usted más decaída…

            Maruchi, que por un segundo pensó en engañar al cura, respiró hondo, como si se rindiera, y le dijo:

            —No sé qué me pasa. Llevo más de un mes soñando que se muere Madre.

            —Y eso la tiene triste, ¿no? No debe preocuparse por eso, querida. Su madre tiene una salud de hierro y…

            —No, no, no estoy triste por eso, Padre. A ver cómo se lo digo… —Miró al techo, como si ahí estuviera la respuesta—: Que yo no me imaginaba que iba a estar toda mi vida cuidando de ella, que yo pensaba… ya sabe, hacer otras cosas, y casarme.

            Don Jesús parpadeaba, como si no terminara de entender:

            —Entonces, ¿sueña con la muerte de su madre a propósito?

            Maruchi bajó la mirada al suelo, como si le pesara un quintal, y se encogió de hombros:

            —Es que… me sale solo.

            —Supongo que es normal, anda usted bajo mucha presión… Rece un rosario esta noche y pida paciencia… Por cierto, ¿cuántos años tiene usted, si no es indiscreción preguntárselo?

            —Cuarenta y nueve.

            —Rece, rece mucho.

            Maruchi, y eso era lo que la gente parecía no entender, no fantaseaba con la muerte de Madre por sadismo o por crueldad –Dios la libre- sino por libertad. Su desaparición era una puerta que se abría a la vida, a las calles y, por supuesto, al amor. Doña Asunción García de la Granja le había dejado muy claro, desde que era una niña, que su misión en esta vida sería la de cuidarla, la de consagrarse a ella hasta el final. A la anciana, por ejemplo, no le entraba en la cabeza que otra mujer que no fuera su única hija la bañase, la peinase o le limpiara los mocos. Para algo había parido: para asegurarse compañía hasta la hora de su muerte. A veces, cuando Maruchi iba a visitar a las Carmelitas Descalzas al convento, pensaba que ella estaba aún más en clausura que ellas, con unos barrotes más gruesos, con unas normas más estrictas.

            La tranquilidad de espíritu le llegó cuatro días más tarde, pero no se la dio don Jesús ni el rosario ni siquiera la infusión de valeriana que obligaba a Madre a tomarse para que se quedara frita antes de tiempo, sino la casualidad. Una tarde de verano, con un sol blanco que se derramaba de lo alto, la anciana le gritó desde la salita azul, la estancia más fresca de la casa:

            —Maruchi, ¡tengo hambre!

            Ella se puso de pie. Estaba aún adormilada:

            —Le preparo entonces la merienda.

            —Quiero magdalenas.

            —Madre, no hay magdalenas.

            —Pues a mí se me han antojado. Ve a por ellas.

            —Pero Madre… No me haga salir con este calor…

            Madre se sacaba un pañuelo del escote y se restregaba la cara. Hacía como si lloraba, con grandes aspavientos:

            —Ay, ¿qué he hecho yo para sufrir tanto, para que mi propia hija me trate así? Si yo sólo quiero magdalenas. A cualquiera que se lo cuente no se lo cree…

            —Madre, hay chocolate, hay palmeras de…

            —Quiero magdalenas. Y punto.

            Maruchi tomaba aire, se aguantaba las ganas de llorar y se resignaba. Eran las cinco de la tarde, con un calor de mil demonios. Y hala, a la calle.

            Fue en la pastelería, mientras se aguantaba su mala leche, cuando escuchó hablar, por primera vez, de los baños árabes. Eso le sonaba ella a algo exótico, a un mundo que no conocería, al paraíso húmedo. Ella, que tenía alma de cotilla, puso la oreja con disimulo y, al final, no se pudo resistir y preguntó sin escrúpulos:

            —Disculpe que le moleste. Ha dicho usted algo de baños árabes. ¿Eso qué es? ¿Aquí, en Toledo?

            —Unos baños la mar de fresquitos… Y muy cerca de aquí.

            —Pero…

            —Sí, hay piscinas, todos así muy elegante, en penumbra, con sus velitas… Los baños árabes de Medina Mudéjar. Una gozada, vas allí y te dejan como nuevo.

            —No sabía nada. —Arrugó la frente: a ella no le gustaba que pasasen cosas interesantes a sus espaldas.

            Maruchi compró un kilo de magdalenas recién hechas y se quedó con la copla. Mientras veía a Madre engullirlas como una bestia, como un animal hambriento, ella seguía pensando en los baños árabes, imaginándose cómo serían, recreando una y otra vez las palabras del desconocido. Su imaginación no daba para tanto: por más que lo intentaba no era capaz de construir en su cabeza ese “paraíso húmedo”, una piscina con velas. Hasta esa noche soñó que después del entierro de Madre iba allí a relajarse y que eran un oasis dentro de un desierto donde, además, sonaba la música de un laúd.

Y como el oasis, el paraíso y la piscina no se le iban de la cabeza, nuestra protagonista decidió investigar en secreto. Maruchi-espía. Ella era muy buena haciéndose la tonta, así que a cualquiera con el que se cruzaba, le preguntaba, como quien no quería la cosa, sobre los baños árabes:

            —¿Has escuchado hablar de ellos?

            —Pues claro… —Y le contaban lo que sabían.

            —Pero… ¿allí va gente, ya sabe usted, decente?

            Maruchi iba transformándose, como se espabilara, como si tuviera dentro un incendio invisible que no la dejaba tranquila. Lo comprobamos todos: se volvió parlanchina, quería charlar a todas horas y siempre se buscaba cualquier excusa para terminar hablando de los baños árabes. Y así, un día que ya no pudo aguantarse más –como si el alma no le cupiera dentro de las costillas- le dijo a Madre que tenía que ir a confesarse y salió de casa emperifollada, con el collar de perlas y los tacones. Y debajo, un bañador negro que parecía una faja y que no había usado en su vida.

            Con el bolso pegado debajo de la axila y la mirada esquiva, fue allí.

            La luz anaranjada y ese olor dulzón, como a una iglesia, la tranquilizaron. Maruchi meneó la cabeza: no quería pensar en una iglesia en ese momento. Se bañó en todos sitios, como una niña que ve por primera vez el mar, y pidió un masaje, por supuesto. Nunca nadie la había tocado así. Volvió a casa colorada, como si hubiera sido abofeteada, y con los dedos arrugados. Nada más entrar, se apoltronó en el sofá y se pasó la tarde encadenando suspiros y mirando al techo. Creía tener agujetas. Esa noche le hizo a Madre una tortilla francesa de dos huevos y se quedó frita al instante. Durmió tan plácidamente que no oyó que la anciana le pedía agua a mitad de la noche.

            A la mañana siguiente, con el cosquilleo aún debajo de la piel, fue a buscar a don Julián, que andaba trasteando en la sacristía:

            —Padre, ¿tiene un minuto?

            Él se sobresaltó:

            —Maruchi, la veo más animada.

            —Lo estoy.

            Ella se acercó, como si le fuera a contar un secreto:

            —Sólo venía a contarle de que por fin he dejado de soñar con eso, fíjese. —Bajó aún más la voz—. Con la muerte de Madre. Ya sueño cosas bonitas.

            —Es que Dios es milagroso.

            —Sí. —Y se acordó de los baños árabes. Después de santiguarse con agua bendita, se fue para su casa. Por el camino pensó en que tenía que buscar el momento de volver. Pues sí, aquello era un trozo de paraíso.

            Ella nunca pensó que el Edén estuviera tan cerca. A cinco calles de su casa.

            Entró en casa y encontró a Madre sentada en el salón, con las manos cogidas:

            —Los martes por la tarde no cuente conmigo, que me ha salido una cosa…

            —¿Qué cosa?

            —Una, en la iglesia, para ayudar a la gente y esas cosas.

            Maruchi no mentía. Se estaba ayudando a ella. Y empezó a canturrear, realmente emocionada.