«Un hombre en la nieve» por Javier Asensio Lobo

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Querida Señorita Rottenmeier:

ha sido Ud. muy cruel conmigo y ese es el nombre que se merece. Pero para que vea que aun sin llevar deportivas de colores chillones también estoy al tanto de las más novedosas sutilidades del corazón humano —y que conste que siempre he admirado su coraje en ese sentido, el tinte fucsia de su cabello desordenado, la extrema flexibilidad de su delgadez tatuada, la letra y la piel, ay— le escribo estas palabras con el fin de exculparla por su mala sangre, exculpándome yo mismo de paso. Pero fíjese, esta declaración, la de las intenciones ocultas de una confesión, ¿es echarle demasiada cara? Mein geliebtes Fräulein, al parecer toda la experiencia que uno acumula a lo largo de la vida no sirve para otra cosa que sorprenderse de lo muy diferente que acaba por ser el producto de esa experiencia respecto de lo que uno había esperado. Con esto quiero decir que es muy difícil saber lo que se está haciendo, a uno mismo y a los demás e incluso cuando nuestras intenciones son las mejores, ya que siempre es otro diferente al que imagina quien en realidad está actuando. Por mi parte, que el daño se haga de manera intencionada o no, da igual, y además creo que está bien que sea así. Pocas recompensas a tanta molestia y decepción nos quedarían de otra manera. Digo molestias y decepciones pero podría decir dolor y sufrimiento. Mucha agua corriendo bajo el puente; y también mucho de otras cosas. Usted lo sabe  bien y yo lo sé bien, y muchos otros lo saben mejor —y ambos sabemos esto pero que muy bien, ahí está para confirmarlo el patio de la Prisión en el que vemos a todos esos hombre adheridos como mechones ralos a una calva—, y, a lo que vamos, si yo la perdono a Ud., me perdono a mí también, y de forma análoga Ud. podría hacer lo mismo si quisiera. Entonces, ¿por qué no aceptar los generosos regalos del egoísmo? ¿No le parece fantástica esta alquimia?

Pues eso, que todos buscamos el beneficio en nuestras acciones, hasta en las más nobles y sea cual sea la edad que se tenga. Tal vez incluso de manera especial a ciertas edades. ¿O es que un pobre viejo repugnante y fláccido como yo no tiene ya más derechos sobre el mundo?

Sí, ya ve que recuerdo muy bien sus palabras; en la cabeza de este dinosaurio arterioesclerótico aún brilla una lucecita, aunque al parecer no con la suficiente fuerza como para llegar a alumbrar la causa de su insobornable desprecio hacia mí. Y sobre este punto creo que es importante que nos entendamos porque lo cierto es que entre nosotros no hay ninguna relación especial que la obligue a sufrir por mí, lo que me lleva a pensar que simplemente Ud. pueda ser del tipo de personas preocupadas por su cabeza. Lindas cabecitas atestadas de cielos de zafiro, subordinadas a las sombras de impronunciables cimas de montañas. Confieso que verla así, trepando con furia en sí misma, bien vestida e intentando alcanzarse, es un espectáculo nada desdeñable. Pero Ud. también debería hacer un esfuerzo por mí ya que en tales circunstancias, ¿cómo podría yo saber la profundidad de los barrancos por los que transcurren sus emociones? Por este mismo motivo pienso que Ud. no era consciente de lo que estaba haciéndome al gritarme que me fuera al demonio en aquel pasillo por desgracia bien concurrido y lanzarme a la cabeza el bolígrafo cromado. Y créame si le digo que comprendo su ignorancia. Y si aún quisiera replicarme que esto es un cinismo, que aunque no pudiera yo saber nada no obstante sí debería  saberlo, como si pararse a considerar una obligación y entenderla fuesen la misma cosa, vea entonces que otro tanto se le podría aplicar a Ud., de manera que todavía seguiría cometiendo una grave injusticia. Si bien es cierto que yo cuento con la ventaja de la edad. Su juventud en cambio no le deja más alternativa que extasiarse en sus sentimientos y en la dilatación de los horizontes que aparenta sobrevenir cuando uno se alimenta de ellos —y conste que estoy de acuerdo en que Ud. no debería estar aquí si no bebiendo champán en Hollywood, y sí, sonrío con este pensamiento que nace de haber reparado en su reloj dorado, una falsificación evidente, ¿pero a qué creía Ud. que venía el cromado del bolígrafo? Solo pensé que le iría juego—. Muy bien. Dilátese entonces cuanto quiera que yo no voy a impedírselo. Es más, me agrada esa imagen, pero no porque yo disfrute con su sufrimiento, nada más lejos a mi carácter, sino porque entiendo que así debe ser, que es, hasta cierto punto y por así decirlo, lógico y por más que yo encuentre esa lógica espuria.

Esto resulta algo asombroso, me dirá (¡si pudiera Ud. decirme algo en vez de escupir por donde paso!) ¿En serio cree que estoy fingiendo cuando digo que me importan los mohines, los gestos bruscos, los manotazos al aire —como aquella vez que la encontré derrumbada en una silla del comedor y Ud. apartó, al verme, el plato de comida como si de un insecto se tratase, y torció la boca para hacerme ver que yo le había quitado el apetito en el mismo instante que me vio entrar? Claro que me afectan, querida mía, es solo que no en el sentido que Ud. quisiera, porque como ya he dicho no hay entre nosotros ninguna relación especial, y la verdad es que esa distancia abierta, semejante a la que Ud. misma sostiene con sus emociones cuando las contempla desde la desdeñosa altura del borde de su barranco, solo podrá salvarse con lo que cada uno de nosotros quiera inventar y que, por su puesto, no dejará de ser eso, una fantasmagoría. Así que todo esto es asombroso, sí, pero no a su manera, como ya he dicho, sino más bien, y si me permite lo relamido de mi estilo, como la imagen de la derecha mano nunca se superpone con la de la izquierda.

Y además, tampoco es que yo haya intentando asesinarla. ¿Cuál es entonces la gravedad de todo esto? … La gravedad real y verdadera …

Somos naturalezas diferentes y tal vez ahí radique el problema, se dice, que en ocasiones esto ya es bastante, se insiste. Qué absurdo. Como si optar entre el bisturí o los barbitúricos supusiera alguna diferencia de fondo en este lugar. No. Me resisto a creer que esta explicación sea suficiente, o si quiera verosímil. ¿Naturalezas diferentes? Vaya por dios. Ahora va a resultar que porque uno quiera las cosas como las quiere, ya está todo contado. ¿No le parece a Ud. más importante saber cuál es el límite de lo que uno puede o no puede, no es este un conocimiento más claro que la tonta excusa de la voluntad? A fin de cuentas aquí estamos todos obligados a estar por paradójica voluntad propia. Sabe a lo que me refiero. Este lugar, incorrecto del todo, absolutamente equivocado, la clase de lugar en el que uno y a cada segundo sospecha haber visto moverse algo ahí, en la esquina, casi deseándolo si me apura, pero luego, ya ve, nada. ¿Qué papel puede jugar la voluntad aquí? Si en lugar de naturaleza hablásemos de trayectorias, en un sentido físico, digo …             Mire, mientras me encuentro inmerso en el trabajo de escribirle estas lineas, para alcanzar algún punto sensato como por ejemplo el perdón que ambos nos merecemos, atiendo a las noticias del mundo y me encuentro con que la sonda espacial Juno ha llegado este martes y tras cinco años de viaje a la órbita de Júpiter, el planeta más grande del sistema solar, a la que dará treinta y siete vueltas antes de estrellarse contra la superficie del coloso. Treinta y siete vueltas exactas; y luego pumba. Qué logro más excepcional, tan carente de destino, pues cuando la naturaleza no pasa de la medalla de plata, de ese segundo lugar  que es una suposición amable y hasta condescendiente, quedando reducida a un esquema, a un mecanismo, a una triquiñuela, ¿dónde va a parar la importancia que nos damos? ¿Entiende a lo que me refiero? ¿Y cómo de diferentes pueden ser nuestras naturalezas en este lugar, dedicados a la Prisión por completo? Así es, trabajamos en la Prisión y para la Prisión, comemos y dormimos en la Prisión, realizamos nuestras necesidades más básicas en ella mientras la tocamos, la respiramos y le hablamos. Nuestro mismo nombre está vinculado a la Prisión. ¡Podría decirse que incluso somos la Prisión! Y sin embargo esto no deja de carecer de cualquier importancia pues no somos más que unos entre otros muchos en idénticas circunstancias, coyunturas que soterran nuestro miedo, o alegría, igual que para las matemáticas de las estrellas es indiferente que Juno y Júpiter sean satélites artificiales o naturales o pastelitos de nata, con lo que, y me repito, no, no hay desde luego ninguna relación especial que nos una, lo que, por otra parte, es evidente que no impide que orbitemos el uno sobre el otro hasta que tal vez …, quizás … ¿Querría Ud. eso? ¿Importa? No, es mejor ni pensarlo.

Y sin embargo aquí estoy yo escribiéndole a Ud., para exculparla del único cabo a cuyos extremos estamos, si me entiende, lidiando con el profundo disgusto que dice que yo le he causado y por el cual Ud. me ha torturado con exceso de celo —negando el saludo, huyendo a toda velocidad de mi presencia y dejando tras de sí preguntas diminutas y redondas, insidiosas, nítidamente deslindadas las unas de las otras como las falanges de un pie de mono, ¿por qué?, ¿qué espera de mí?, ¿cómo reaccionará si digo esto?, ¿y si digo esto otro?, ¿pretende que yo sugiera algo agradable?, ¿por qué?, ¿es un castigo?, ¿si lo es, hay una compensación?, ¿qué debo decir?, ¿por qué?, ¿qué pasará si digo lo que quiero decir?, ¿qué quiero decir?, ¿hay trampa?, ¿he dicho ya algo?, ¿lo he dicho mañana?, ¿hubo trampa ayer?, ¿y mañana?, ¿por qué?, ¿qué puedo contestar?, ¿puedo contestar?, ¿cómo se contesta cuando se puede contestar?, ¿quién puedo ser y quién debo ser al contestar?, ¿concuerdan las preguntas con lo que creo conocer?, ¿con lo que puedo conocer?, ¿con lo que debo conocer?, ¿si se falla, cuál es la salida?, ¿se puede dar marcha atrás?, ¿cómo?, ¿según lo que Ud. recuerde o lo que yo recuerde?, ¿con una pregunta?, ¿con una orden?, ¿con una descripción?, ¿qué recuerda Ud.? Porque Ud. dice que yo he hecho algo que sin duda yo afirmo no haber hecho. Ah, y después de todo qué más da. No hay que ser muy inteligente para comprender que aquí no hay nada que demostrar. ¿O no ha podido aún darse cuenta por el silencio clamoroso con el que todos le habrán respondido, me cabe esa razonable seguridad, cada vez que les haya buscado, también me cabe esta suposición, en secreto pero a la luz del día? Al menos le debo esto, que nunca haya preferido deslizarse a rastras por las sombras negras de las nubes negras que coronan la molicie de la penitenciaría, por cierto, también negra, hasta cualquier madriguera en la que y en cualquier cama y a propósito … Prefiero no escribirlo. Aunque no lo crea, soy muy fácil de herir. Es solo que no lo muestro.

Y (¡otra vez!) sin embargo y sin haber (¡espero!) llegado a eso, Ud. no se contenta con aparcar el asuntillo este, una facilidad a la que se niega mostrando con ello una inclemente determinación por la que no dejo de sentir cierta admiración morbosa. No, Ud. insiste. Hasta cuando duermo lo hace, igual que si pretendiera atarme a las ruedas de un coche y arrastrarme calle abajo, todos los semáforos en verde —Ud. Tiene derecho a ello, ¿verdad?, a que se le abran los semáforos—. Una y otra vez eso de que yo intenté poner fin a este estado de cosas tan lamentable de la peor manera posible, consiguiendo únicamente incrementar el malestar —¡dice Ud.! Y me mira con ojos asesinos; y luego yo tengo que mirarme en el espejo cada mañana, para afeitarme, ¡con una navaja en la mano!, ¿entiende? Qué despropósito— y arrepentirme de haber pensado si quiera en hacer tal intento.

Pero a ver, ¿quiere decirme qué ha conseguido con esa denuncia?

Así es.

Si tan solo se dignase a hacerse cargo del desastre por culpa del cual he andado cabeza abajo en los últimos tiempo, tanto y tan mal que hasta el Director de la Prisión se ha negado recientemente ha entregarme la medicación que me corresponde por derecho. Ah, sí, ese tema, pensará, por fin salió. La dichosa medicación. ¿Cree que es otra excusa sin más?

Pongamos un poner. Un hombre (una mujer) vive bajo sus pretextos. No hace mucho que los ha adquirido, todavía están en arriendo de sus deseos, sus gustos, alguna que otra manía de la que por otra parte no podría asegurarse que no proceda de los hombres (mujeres) de los cuales la ha tomado. Ufano de todos modos con su nueva adquisición, los muestra. No están del todo mal pero nadie acaba por fiarse de la inversión. Es normal. Esta persona parece más un intermediario que un poseedor. Nadie se fía de un intermediario. Sin dejarse vencer por el desánimo, vuelve a casa con ellos y los trabaja. Al cabo, los muestra de nuevo. Mejor pero; siempre hay un pero. Así que vuelve de nuevo a casa y de nuevo los trabaja. Esta operación se repite tantas veces como haga falta. Es, hasta cierto punto, inevitable, como lo es la red para el funambulista. Sin embargo, al cabo de los años se ha operado una transformación (las cosas se transforman, la lógica bastardea), y los pretextos pasan a ser, por el poder de la voz popular, propiedad de la persona que los lleva, pero de la forma en que se sabe que tal modelo de zapatillas es de tal marca comercial. Un día nuestro hombre (mujer) se sienta en el sofá a descansar. Fuera hace mucho calor y en verdad él (ella) no tiene nada especial que hacer. Por ociosidad se entretiene ojeando el catálogo de sí, el mismo que le llevó tanto tiempo formar. Pasa las páginas, observa las fotos y pronto su memoria, también aburrida, ocupa el lugar de su ingenio de manera que pasa de considerar posibles arreglos nuevos a recordar los momentos en los que hizo los cambios, la situación que los rodeaba, lo que sentía, lo que le sucedió, en suma, pasa a soñar de nuevo (porque uno no sueña con lo que soñó si no que lo sueña de nuevo). Entonces sucede algo peculiar. Nota la distancia entre el resultado final que ahora maneja y el modelo original. Es insalvable de tal forma que aquellos deseos, gustos y manías son, ahora, irrecuperables. En ese mismo momento deja de comprender sus pretextos actuales. Se ve en la tesitura de tener que decidir si son mejores, pero lo cierto es que en ellos ya no queda nada del patrón primero. En este punto, a este hombre (mujer) no le quedará más remedio que estar todo lo satisfecho que pueda con el producto de su trabajo, que se habrá convertido en solo necesidad. ¿Y todo lo que había sacado de ello? Toda esa experiencia acumulada y que no se parece en nada a nada de lo que ella (él) pensó que sería ¿qué se hace con todo ello llegados a este punto? Tan lejos llega uno de sí mismo y qué hace, qué quiere que se haga, además de continuar por las piedras y el barro y con la niebla hasta la cintura. ¿Entiende, mi querida, mi diabólica, Srta. Rottenmeier? ¿Entiende por dónde vamos los dos? ¿Entiende mi pesar sereno por los pobres Juno y Júpiter?

Bien. Cumplido ya con el papel del escritor-pensador-ingenioso-profundo-intenso, ahora que he anotado todo con el cuidado y alegría propios del culto a la personalidad que nos traemos, mi querido serafín de alas erradas, voy a hacerle una pregunta. Honesta. Puede que la única en toda esta Carta: ¿se puede ganar con una mano de mierda?

Esto me recuerda a la historia del coronel que sabiendo su causa perdida  montó al trote, no al galope, hacia las tropas enemigas e hizo que dos balas lo derribaran. Perfectamente natural, espurio pero natural.

 

Señorita, supongo que ya habrá notado la calidad disparatada de todos los sentimientos y emociones a las que he intentado extender la mano en esta Carta. No es exactamente que me arrepienta de ellos. De su odio hacia mí, sí. Creo haber probado esto. No es que importe mucho aquí, en este lugar. En este lugar, en esta prisión uno puede sentirse de muchas maneras. Por ejemplo, y para concluir esta confesión delirante y excesiva, le diré que veces paseo descalzo por mi despacho. En ocasiones, de madrugada, también lo hago por los pasillos, sintiéndome como un hombre enterrado en un montón de nieve sobre una colina pantanosa. Es un hábito portable, que me traje de la gigantesca y vacía casa en la que vivo desde la muerte de mi madre, junto con ese sentimiento. ¿Conoce el cuadro de Andrew Wyeth, Primavera? Búsquelo en la red. Quizás le ayude a comprender. Yo por mi parte ya la he perdonado —lo hice antes de empezar esta misma carta, y a sabiendas de que aún con ella es muy probable que Ud. siga insistiendo en eso de que agarré su pie, su pequeño y blanco pie de uñas lilas, cuando en realidad solo la rocé al pasar mi pobre mano por encima cuando pretendía alcanzar el vaso, por demás, vacío, un vaso que merecía llenarse—, y como prueba de buena fe, me he permitido incluir junto a esta Carta una menudencia, un pobre regalo que espero le guste: un abono para los baños árabes de Medina Mudejar de Toledo, un lugar de lo más lindo en el que podrá solazarse con un estupendo masaje que dejará su magnífica anatomía tersa como el agua de un arroyo. El abono es para dos personas. En su mano está disfrutarlo a solas o, cómo decirlo, en honesta compañía. Sin más y a la espera de su respuesta,

 

atentamente suyo,

D.