«No eran sólo amenazas» por Carlos Fabbri Campos

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“Si no contiene más de lo que hay en el Corán, es inútil, y es preciso quemarla; si algo más contiene, es mala, y también es preciso quemarla”.

Umar ibn al-Jattab

 

El hombre hundió su nariz entre las hojas del libro e inspiró, alzó la frente, cerró los ojos y mantuvo el aire dentro de los pulmones todo el tiempo que le fue posible. Pocos aromas le conmovían más que ese olor a madera vieja y seca. Mientras sujetaba el libro desde el lomo, hizo correr las páginas con el pulgar de la mano derecha de tal manera que la leve brisa le hiciera llegar olores que le eran familiares a la vez que nostálgicos. Está claro que un aroma determinado trae a la memoria episodios del pasado que jamás se olvidan. O lugares, o personas. Daba igual de qué libro se tratara, pero en este caso era una de las primeras ediciones en castellano de 1984 de George Orwell, impreso en Buenos Aires por Guillermo Kraft Sociedad Anónima de Impresiones Generales, el 11 de abril de 1950. Sesenta y seis años eran más años de los que él tenía y ese destino, para un libro, resultaba promisorio. “Como sucede con los vinos”, pensó el inspector Clemente Estromateis.

Fuera de la estación, en la calle, lo esperaba su colega el inspector local Séfer Armendaris, descendiente de una de las más famosas familias sefardíes de la Península. Una densa niebla, húmeda y pegajosa, propia de esa época del año, cubría por completo la ciudad. El inspector lamentó no poder contemplar los majestuosos monumentos que sin duda ennoblecían a esa capital de provincia. Durante el trayecto hasta el edificio de la Biblioteca donde se celebraría una reunión, ambos se fueron poniendo al corriente de los pormenores, abriéndose camino por las calles adoquinadas, como quien dice, al filo de la navaja para cortar la espesa neblina. “Es el escenario perfecto para cometer un crimen”, dijo jocoso Estromateis como pensando en voz alta. Ante la pregunta de Armendaris en cuanto a la razón por la cual se dirigían allí y no a la Jefatura, Estromateis le respondió lacónico y parafraseando a Mallarmé: “El mundo existe para llegar a un libro…o a todos los libros, como nos concierne ahora”.

En la Subdirección de Lucha contra la Delincuencia habían recibido una serie de amenazas que al propio Estromateis le afectaron de manera superlativa. “Si hubieran dicho que quemarían almacenes textiles no me hubiera estremecido…pero anunciar el incendio intencionado de una Biblioteca Pública, colma toda mi capacidad de indulgencia”. Estromateis era un policía atípico, sin duda alguna. Luego añadió que no se atrevía a prejuzgar la autoría de las amenazas. Le resultaba por demás extraño todo aquello. Se atrevió a decir que uno de sus primeros pensamientos fue que se podía tratar de un chantaje y que en todo caso, no creía que el autor de tal despropósito, fuera a pasar a la acción.

Ningún grupo violento, ni en activo ni desarmado, ni nacional ni internacional, ni de índole política ni religiosa, jamás (hasta donde él recordaba), había anunciado la destrucción por el fuego, ni por bomba, ni por nada de nada, de una biblioteca. “Ni siquiera los anarquistas de quienes conocemos muy bien de su simpatía ácrata”, apostilló. “Quizás tenga que ver que la Biblioteca se encuentre en un lugar tan emblemático, con un pasado épico y militar de enorme consideración”, dijo Estromateis.

– Los libros a lo largo de la historia de la Humanidad siempre fueron enemigos de los intolerantes y de los fanáticos-, acotó el inspector Armendaris.

Sin necesidad de pensar en la quema de la Biblioteca de Alejandría, debida al parecer a un error de cálculo de un artillero del César, rondaba en la memoria de ese policía la amenaza de muerte a Salman Rushdie y la quema de no pocos ejemplares de los Versos Satánicos. Estromateis continuó pensando que un libro, quizás por tratarse del material con que está hecho, es una dulce golosina para un pirómano. Raro en él era afirmar sin conocer, ya que se trataba de una persona de dilatadas reflexiones, aunque cuando emitía un juicio espontáneo, procuraba no pocas veces establecer un juego estratégico dirigido a contemplar la reacción de su interlocutor.

Rememoraron ambos la Noche de los Cristales Rotos y las hogueras que hacían arder los nazis ante las masas aturdidas. Imaginó las tupidas columnas de humo negro elevándose al cielo, dejando el ambiente oscuro y calcinado, y dando muestras de lo nefasto y patético de no pocas mentes humanas. Acaso Hitler pretendía ahorrar el tiempo de lectura de los alemanes con Mein Kampf y pretendió simplificar las cosas: en un solo libro estaba todo lo que una persona de la raza superior debía leer.

Uno de ellos comentó que en la Argentina de la dictadura los libros que podían ser considerados subversivos, eran destruidos por sus propietarios antes de ser descubiertos por los milicos. Durante las visitas nocturnas e inesperadas tras la patada en la puerta, lo primero que hacían los represores era verificar la índole de los libros en las bibliotecas domésticas. Hubo gente que cavaba por la noche un pozo en el jardín de su casa y los enterraba, con la esperanza de desenterrarlos una vez restablecida la democracia. Eran las fosas comunes del saber humano.

– Ni que un libro fuera en sí mismo peligroso… ¡qué insensatez!-, dijo Clemente Estromateis.

-El poder establecido le teme al conocimiento y a la sabiduría, eso es indiscutible-, le respondió Armendaris.

Acabada de decir esta frase llegaron por fin al enorme edificio de planta cuadrada, de piedra gris y coronado en sus cuatro esquinas con cuatro torreones imponentes. Era un edificio austero, sobrio, y al mismo tiempo impresionante. Los dos hombres entraron por la puerta del torreón que da al suroeste y en el vestíbulo se separaron. Al andar por los pasillos sin un rumbo fijo, como perdido, el inspector Estromateis podía, en medio del silencio, escuchar hablar a las paredes, a los suelos, a los techos…todo lo que lo rodeaba, algo le decía, sólo había que saber escuchar.

Quedó con Armendaris en encontrarse pasada una hora en la Dirección, donde a su vez estaban convocados el propio director de la Biblioteca y algún miembro (el que enviaran), del Consistorio Municipal. El inspector local esperaría a los otros dos y luego subirían los tres. En ningún momento sospechó Armendaris que tal había sido una estratagema a la cual había recurrido Estromateis para quedarse sólo. El inspector aprovechó esa hora libre para recorrer el edificio y poner atención a las voces mudas que podrían darle algún detalle que le permitiera saber o al menos intuir, quién y por qué razón había enviado aquellas amenazas. Como dicen que hacía Cervantes hasta con los papeles que encontraba rotos en las calles, Estromateis se detenía a leer los mensajes que la gente dejaba pinchados en los tableros de corcho de las paredes. Leía en voz alta porque así creía que captaba mejor el sentido de las palabras y sobre todo, procuraba descubrir la intención secreta de quien había escrito cualquiera de esas anotaciones.

Llegado el momento se reunieron los cuatro en el sitio previsto. Ni el director ni el político municipal sabían nada de las amenazas de incendio recibidas en Madrid. Preguntaron, como era de prever, a través de qué medio habían sido recibidas. Estromateis les respondió que desde hacía un mes, cada jueves, se fue recibiendo un sobre anónimo en la Subdirección. Llegaban por correo ordinario, los sellos habían sido adquiridos en estancos y despachados en buzones callejeros. Como era de prever también, preguntaron, si podían ver las esquelas. El inspector les puso frente a sus ojos cuatro folios que muy poco informaban. “Arderá bajo el fuego la Biblioteca Pública”. Nada más. Los cuatro mensajes eran idénticos, impresos en idéntico papel y con el mismo tipo de letra y tamaño de cuerpo.

Alguien sugirió si no habían pensado que podría tratarse de la obra de un mal bromista, a lo que Estromateis respondió mirando a los ojos al director de la Biblioteca, si acaso podían permitirse el lujo de ignorar los mensajes y festejar la ocurrencia. Todos estuvieron de acuerdo. El político sugirió una solución tan descabellada como acorde a su idiosincrasia. Propuso trasladar (inspirándose acaso en la pinacoteca del Museo del Prado y su derrotero a Valencia y a Cataluña), los cuatrocientos mil volúmenes a un búnker secreto que sería construido con suma urgencia y a prueba de atentados terroristas. Las obras estarían allí custodiadas por el tiempo que fuera necesario. El director, por su parte, pidió un esfuerzo presupuestario para redoblar la vigilancia tanto fuera como dentro de la Biblioteca. Los policías se limitaron a escuchar en silencio las opiniones. Los cuatro se prometieron apoyo mutuo e incondicional y Estromateis les sugirió como quien da una orden indiscutible que a nadie, en absoluto a nadie, comentaran nada de aquel asunto.

El resto del día Estromateis y Armendaris se dedicaron a pasear por la ciudad. La niebla había levantado y por fin pudo deleitarse con la contemplación de la Catedral, los recodos zigzagueantes del río Tajo, con la visión del propio Alcázar desde lejos. Cuando estuvieron solos uno de ellos comentó al otro que la propuesta del político no le resultaba del todo irrisoria. Le recordó que durante el asedio al Alcázar de Toledo, en 1936, en la ciudad se creó el “Comité de Defensa de Monumentos Artísticos del Frente Popular de Toledo”.

Se perdieron por las callejuelas del casco antiguo; bajaron por la calle de las Zapaterías; sufrieron el pánico de los precipicios y acabaron en susurrante plática en la Catedral, antigua sinagoga de la ciudad. Armendaris evocó a Samuel ha-Leví, consejero y almojarife del Reino de Castilla. En un momento de la conversación Estromateis vio asomar las lágrimas en los ojos de Armendaris. Lo que no supo descifrar fue, si esas gotas saladas y sinceras, estaban provocadas por la emoción o la pena, o acaso por el remordimiento. Esperó en vano que se le escapara alguna intimidad, algún secreto, a partir del cual poder ir desentrañando la madeja de todo lo que ignoraba. Por un momento concibió que Séfer Armendaris se enfrentaría a un inmediato y trágico destino. No pudo dilucidar por qué razón le vino esa idea a la cabeza, sólo lo pensó. Divagaron por el Talmud, la Biblia de los cristianos y por el Alcorán, también llamado Al Kitab, El Libro. Clemente Estromateis, como buen no creyente, opinó que se trataba de tres de los más impresionantes libros fantásticos de todos los tiempos.

El hombre prefirió no continuar por respeto al lugar donde se encontraban y por misericordia para con su compañero, ya que sabía que era un religioso practicante. La próxima frase bien iba a poder ser considerada una herejía.

Esa noche en la soledad de su habitación del hotel, Estromateis analizó la posibilidad de que el ideólogo de todo aquello pudiera ser el propio Armendaris, lo cual no dejaba de resultarle sorprendente y de alguna manera, desolador. Como descendiente de judíos conversos y vueltos a Jehová, Armendaris bien podía creer que alguien tenía una deuda pendiente para con él y los de su estirpe. Acaso concibe la expulsión de los judíos de la Península como una infamia más, cometida contra su pueblo. Consideraría además que las sinagogas atesoran suficiente material escrito y piensa, a semejanza del califa Umar (aunque uno musulmán y el otro judío no dejan de ser primos enemistados) que fuera de los Libros Sagrados no hay nada o no debería haber nada que pudiera ni debiera ser leído. Más aún, consideraría herético todo lo escrito más allá de la tradición del Pueblo Elegido. Su nombre: Séfer, quiere decir libro en hebreo y ello no deja de ser una llamativa coincidencia.

El inspector sospechaba de todos y de nadie. Sospechaba del director de la Biblioteca o de algún otro funcionario; sospechaba del algún asiduo lector. No es que ninguna de esas personas fuera a incendiar la Biblioteca, sino todo lo contrario, quizás todos aquellos mensajes amenazantes no eran otra cosa que una manera, por cierto estrambótica, de llamar la atención. Sospechaba de la iniciativa de un solo individuo enajenado, aunque podía pensar en la existencia de más de una mente afectada por tremenda imbecilidad.

Durante tres días estuvo Estromateis investigando en la ciudad. En toda la mañana de la tercera jornada intentó en vano comunicarse con Armendaris. El teléfono estaba apagado o fuera de cobertura. Por la tarde lo llamaron para informarle de una fatal noticia: lo habían encontrado por fin, ahorcado, en un árbol solitario de un paraje alejado de la ciudad. En uno de los bolsillos de su pantalón apareció una nota escrita de puño y letra en la cual se leía que al sentirse descubierto, había optado por el suicidio. En ningún momento Estromateis creyó que el autor de la misiva fuera el propio Armendaris. Más aún, jamás vio ningún indicio de desesperación en su colega como para que llegara a quitarse la vida. Dudaba también, si era él, quien había enviado a la Subdirección las cuatro cartas intimidatorias. Ahora puso en cuestión que Séfer Armendaris tuviera algo que ver con todo aquel disparate de incendiar la Biblioteca. “Han sido sólo absurdas amenazas”, pensó. De ninguna manera podía explicarse lo que para él sin duda alguna era un asesinato.

Debió quedarse un par de días más en la ciudad. Si no por cariño, al menos le había tomado respeto a Armendaris y creyó oportuno estar presente en los funerales. Por el momento el caso seguía abierto, aunque regresaría por unos días a Madrid. Más aún, ahora habían dos casos que resolver: cuatro amenazas de provocar un vil incendio y un no menos vil asesinato. O acaso, un suicidio.

Cuando llegó a Madrid volvió a encender el teléfono que había mantenido apagado durante el trayecto y entonces comprobó que tenía más de una llamada perdida desde un mismo número desconocido. Devolvió el llamado. La persona que le atendió tras pedirle que se identificara le comunicó que se había puesto en contacto con la Jefatura Conjunta de Seguridad y que de inmediato le pondría a un superior al habla. Al cabo de unos instantes una voz pausada y firme le informaba del otro lado de la línea, que ni bien había abandonado la ciudad fue declarado un incendio de enormes proporciones en la Biblioteca Pública y por lo visto había sido intencionado.

– Nadie hasta el momento ha reivindicado la autoría y aún el fuego no ha sido totalmente controlado. Una espantosa bruma negra ha cubierto toda la cuidad. La lluvia de hollín tapa las aceras, los coches, el mobiliario urbano. Hay quienes aseguran que así serán los momentos previos al fin del mundo. El siniestro de la Biblioteca será total según los expertos y mucho dudan que se puedan rescatar de las llamas, alguno de los libros. Lo bueno es que por ahora no hay que lamentar víctimas humanas-, acabó diciéndole su interlocutor.

Clemente Estromateis se permitió dudar de esta última afirmación: Ahora mismo estaba pensando en el bueno de Armendaris y lo imaginó, medio oculto entre la neblina de la mañana, tambaleándose dramáticamente de la rama de un árbol.