Musa

«Musa»

Alejandro Miras Andújar

Twitter @MirasAndujar

Cada vez que me dispongo a cascar un huevo, me acuerdo de mi mujer muerta. Solía decirme que era un inútil, que no sabía romper bien la cáscara para que todo su contenido saliera limpio sobre la sartén o sobre el bol para batirlo. Siempre ponía la cocina perdida con esa baba gelatinosa y fría goteando por doquier, mientras mi huevo, cuya yema se había roto al chocar contra la superficie de acero o de cerámica, se freía o esperaba a que lo batiera mejor a como lo había sacado de su letargo.

No creo que se suicidara porque nunca le cocinara un huevo en condiciones, como en los bares o en los programas de cocina, qué va. De hecho, siempre tuvo una clara disposición a quitarse de en medio, a no sentir más. En sus ataques de cólera por haber venido a este mundo, pensaba en lo a gusto que estaría en el limbo sin sentir nada, ni bueno ni malo, a lo que le contestaba que no sabría si estaría bien o no, porque no sentiría nada, por tanto, no sabría lo que es estar bien ni estar mal, a lo que me respondía que le daba igual, que ella estaría en la gloria. Amén. Algunas noches, también, rezaba, aunque era una atea de pies a cabeza, para que el Señor se acordara de ella y se la llevara pronto, a lo que le contestaba que era una idiota por no valorar la vida que teníamos, a lo que ella me respondía que estaría la mar de a gusto muerta y que yo no era nadie para decirle idiota, «rompe huevos de mierda», y se acostaba con la cara vuelta hacia el armario, mientras yo soñaba con saber romper bien las dichosas cáscaras.

Mi hijo siempre me ha culpado de su muerte; de la de su madre, no de la suya, aún no es un fantasma. Me reprocha que la podría haber salvado de caer al vacío, de reventarse contra el suelo, a lo que le respondo con un sobrecogimiento de hombros, igual que cuando se rompía la yema y ella me regañaba. A veces, incluso, ha llegado a decirme que fui yo quien la empujó por la ventana y que era un asesino de la peor calaña, a lo que le respondo con un sorbo de agua o de vino y frunciendo los labios, mientras él se levanta y me deja plantado en el bar, donde ponen unos huevos fritos de rechupete.

Lo cierto es que mi hijo no es mi hijo. María y yo nunca pudimos engendrar uno y yo necesitaba vivir la experiencia de tener un hijo que fuera un ingrato con su padre. Ella, que además de mi mujer era mi agente literaria, movió cielo y tierra para contratar a un actor que rebasara los dieciséis años y que fuera de los mejores, de los que en unos años estará en la gala de los Premios Goya o incluso los Óscar. La verdad es que Alfonso, un nombre que siempre nos gustó a los dos, actuaba de maravilla. Sus groserías y sus desprecios me sirvieron mucho para terminar la novela en la que estaba trabajando, una historia en la que el hijo odiaba a su padre de puertas para fuera pero de puertas para MUSA 2 dentro lo idolatraba, se sabía su vida desde que nació, jugaba con sus mismos muñecos e intentaba escribir igual que él, coleccionaba sus fotos e incluso imprimía las mejores para colgarlas en forma de póster en su cuarto; en su imaginación era un referente pero la realidad le devolvía una imagen tosca, deformada, de lo que él tenía en su cabeza y esa decepción la convertía en un odio brutal. Una vez hasta tiró el huevo frito que le había servido por la ventana, con el plato y todo, y la cerámica se estrelló en el patio interior, con la yema recorriendo las juntas del suelo de ladrillo.

Ahora, mi hijo que no es mi hijo se ha adueñado de la casa. Se despierta todos los días a las tres de la tarde y me obliga a que le haga unos huevos fritos en condiciones, pero mis dedos temblorosos no logran romper la cáscara como es debido, así que tengo que freír su comida mientras él rompe todo lo que encuentra a su alrededor, gritando a los cuatro vientos lo inútil que soy. Mientras él almuerza y murmulla entre dientes todo tipo de insultos contra mí, yo recojo todo el destrozo: los cristales rotos, los alimentos esparcidos por el suelo, las puertas desencajadas por las patadas, etc. La verdad es que no sé cómo decirle que ya no necesito sus servicios, que quiero rescindirle el contrato porque ya acabé la novela y la verdad es que no se está vendiendo muy bien, por lo que tengo que ahorrar lo máximo posible. No sé nada de su contrato ni de sus cláusulas ni de su duración, todo eso lo llevaba María, ni tampoco sé la contraseña de su ordenador donde guardaba todo lo referente a mí: mis ingresos, mis ventas, los mensajes con la editorial, etc. Temo preguntarle a Alfonso si sabe algo de ordenadores y que acabe estampándolo contra el suelo, y que se acabe quedando en mi casa como el hijo ingrato durante toda su vida.

Esta mañana, Alfonso me ha pedido consejo para su papel de mentiroso profesional, esto es, de actor. Al parecer, cada semana mantenía con María unas reuniones en las que ella le señalaba sus puntos fuertes y los aspectos que debía mejorar. Lo he pillado en el baño poniendo caras de enfado frente al espejo, y cuando he pasado por la puerta, me ha llamado y me ha preguntado que cómo me había visto estas semanas, si actuaba bien en el papel de hijo ingrato o había cosas que podía mejorar. Le he dicho que ha bordado el papel, que he sentido verdadero miedo muchas veces en sus ataques de ira y que apunta alto, a los Goya o, incluso a los Óscar, a lo que él se ha emocionado y me ha abrazado como un hijo que quiere a su padre pero que a veces también lo odia, y he sentido tanto afecto por aquella criatura desamparada que no he podido decirle que quería rescindir de sus servicios. A los pocos minutos, cuando yo estaba en el sillón leyendo una novela de MUSA 3 Antonio Orejudo, ha venido hecho una fiera a pedirme el almuerzo, y ha reventado el cristal de la puerta de un puñetazo.

Ayer vino María. La vi igual que cuando se tiró, con su cuerpo de avispa, sus senos turgentes sobresaliendo tras la blusa, sus caderas ensanchando un poco el pantalón y su trasero algo levantado, fruto del gimnasio de los últimos meses. «Creo que ya has escrito demasiado», me dijo, y entró a la casa llevando tras de sí una maleta donde sólo cabía, a mi juicio, lo imprescindible para estar fuera un par de días. Se dirigió a nuestra habitación, no sin antes pasar por la cocina, que había sufrido la rabia de nuestro hijo adolescente y estaba hecha un Cristo. Dejó la maleta al lado del armario y se dirigió a su mesilla, donde estaba el ordenador. Introdujo las claves de acceso y se puso a trastear, mientras yo me dispuse a recoger todo el estropicio. Minutos después, abrió la puerta de la habitación de Alfonso y comenzó a hablarle en términos legales, por lo que no entendí nada. Dos horas más tarde, mi hijo que no era mi hijo se despedía cordialmente de mí y se marchaba de la casa.

Lo primero que hizo María cuando nos quedamos solos fue reprocharme lo mal que había organizado su funeral. «No acertaste en nada, ni en el color de la corona de flores. Qué bochorno», decía mientras deshacía la maleta. «Y toda la gente llorando y dándote el pésame y tú ni una sola lágrima, hijo, eres de piedra. Ya te morirás tú, ya». Es cierto que no lloré, pero porque no me emociono con nada desde que perdí a mis padres, como si ellos se hubieran llevado a la tumba mis emociones. Observaba a María callado, frunciendo los labios o encogiendo los hombros ante sus reproches, e intentaba averiguar cómo me había engañado el día de su suicidio, con la cabeza destrozada en el suelo, los ojos abiertos, y la sangre saliendo de su cabeza y formando un charco cada vez más grande. A lo mejor habían puesto una colchoneta que habían retirado rápido y habían arrojado un balde de sangre falsa sobre su cráneo, o a lo mejor era una actriz a la que habían vestido igual que ella para que me confundiera. Ella seguía colocando su ropa interior y los pocos jerséis que se había llevado. Ahora me explico que el ataúd pesara tanto. El sudor caía a chorros por las frentes de los porteadores y tuvieron que hacer varios descansos antes de llegar ante la cárcava, que se abría como una herida en la tierra, llena de sabandijas y raíces. Incluso que oliera tan mal. Todos los allí presentes tuvieron que taparse las narices ante el olor nauseabundo que desprendía aquella caja, alguno hasta vomitó detrás de una lápida, pidiendo a los enterradores una manguera para limpiar aquel estropicio. «Ya hablaré con la agencia también; me dijeron que llenarían el ataúd de un MUSA 4 muñeco de cartón y plástico de mis mismas características y me encuentro con un féretro lleno de periódicos viejos y envoltorios de hamburguesa; me importa una mierda que tu hija usara mi maniquí el día de antes para una exposición sobre el cuerpo humano, yo pagué por una réplica de mi persona y me sustituyeron por basura». Había terminado de colocar sus prendas y ahora estaba recolocando las mías, que eran un completo desastre, pues tampoco sabía doblar ni distribuir mi ropa.

«La próxima vez que no tengas ninguna idea para escribir, vete a pasear al parque o copia alguna idea de un escritor muerto», me dijo mientras preparaba la cena. Le respondí que cómo sabía que había pasado por una crisis de escritor que casi me lleva a tirar todo mi trabajo por la borda e, incluso, al suicidio. «Hijo, no hacía falta ser Sherlock Holmes para ver que eras un alma en pena, que te sentabas frente al ordenador y te pasabas las horas muertas mirando la pantalla en blanco, sin escribir una línea, y desde la editorial me metían caña para que entregaras el relato ese que van a incluir en una antología de autores de tu generación». Yo la seguía mirando cocinar, esperando a que cogiera los huevos de la nevera. «Por eso empecé a decirte todas esas tonterías del suicidio, cuando sabes que soy una vitalista de pies a cabeza, para ver si estimulaba la escritura macabra que te caracteriza; pero tuve que llegar al extremo para que reaccionaras, y contraté a unos actores en la misma agencia de Alfonso para que simularan mi muerte. Hasta mantuve a Alfonso a nuestros servicios para ver si sus actuaciones sacaban al escritor que llevas dentro, pero sólo ha conseguido destrozar la casa, por lo que veo». Pasaba la mano por todos los muebles de la cocina que tenían partes rotas o boquetes, negando con la cabeza al mismo tiempo. «Pero bueno, al final has conseguido escribir un relato, espero que con el dinero de la publicación nos llegue para cambiar estos muebles». Se acercó a la nevera y cogió un par de huevos. «Ya no sabías ni romper la cáscara de los huevos, con lo bien redondos que te salían y desde tu parálisis sólo conseguías estrellarlos contra la sartén y romper las yemas». Dejó uno sobre la encimera y se dispuso a cascar el otro para freírlo. Cogí aquel y lo miré ensimismado, recordando cuando mamá me los preparaba junto a patatas y salchichas, y yo los engullía muerto de hambre, disfrutando a cada mordisco que daba. Me dirigí a la ventana y me quedé mirando el patio interior donde mi mujer había muerto, casqué el huevo en la barandilla, estiré el brazo e introduje sus dedos en la rotura, separando la cáscara en dos. La yema salió perfecta, seguida de la clara babosa, y se estrelló contra el suelo, sin más ruido que el del choque contra los ladrillos, parecido MUSA 5 al de una palomita de maíz. Nunca llegaré a saber si María compró huevos especiales que yo no supiera cascar para que escribiera este maldito relato.