«Mariana» por F. Javier Aguirre

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Un día me dirán que has muerto. Me enteraré caminando por la calle o mientras cruzo un paso de cebra. En mitad del trayecto me toparé con Emiliano, tu marido. Me sujetará del brazo y me conducirá blandamente a mi orilla de partida. Él nunca retrocede. Allí me lo dirá:

–Mariana ha muerto.

Yo me quedaré quieto, seco. Esa rigidez que le sirve a uno para no desplomarse cuando le golpean por adentro. Intentaré decir algo, pero todas las palabras se me agolparán en la garganta. Quietas, mudas, con la solemnidad del silencio. Los ojos querrán traicionarme en forma de lágrimas. No lo permitiré. Las lágrimas desangran los sentimientos profundos. Voy a evitarlas, si soy capaz.

Pero entonces se precipitará la nostalgia desde el firmamento de mi memoria y tal vez me aplaste. Ese firmamento en el que siempre te he colocado, en el que siempre te he tenido, en el que permanentemente te he vivido, debes saberlo. No es correcto que una nostalgia tan sólida aplaste al amante de la mujer amada delante de su marido. No quiero escuchar de su boca la pregunta de sus ojos:

–Os queríais, ¿verdad?

– … Emiliano, sabes que…

–¿Os amabais?

No se ha atrevido a investigar a fondo, no ha querido saber si alguna vez habíamos… Hay términos que un hombre de respeto prefiere no usar.

Oficialmente éramos solo amigos, simples amigos. Habíamos comentado varias veces con mucha risa aquello de que si un hombre y una mujer son simplemente amigos, uno de los dos, uno al menos, debe ser considerado imbécil. Simplemente amigos, como si la amistad no fuera una relación tan compleja o más que el amor.

También sonreíamos ante la afirmación de que podía transitarse de la primera al segundo, pero no a la inversa. Eran palabras de un experto. Un catedrático de derecho constitucional que hacía de filósofo. Un hombre interesante. Solía venir por Toledo a dar conferencias y yo solía acercarme a escucharle. Nosotros hubiéramos querido contrariar sus afirmaciones, contradecirlas, contra ejecutarlas.

Allí, en el borde de la acera, en la Avenida de Barber, cerca de vuestra casa, a punto de desplomarse sobre mí el rayo de la nostalgia, tu marido no se atreverá a preguntarme todo lo que sospecha:

–La querías, ¿verdad? –me dirá entornando la mirada.

–Éramos amigos, simplemente –responderé con la mentira temblándome en los labios.

Él me contará los últimos momentos de tu vida, la inesperada complicación que te la ha arrebatado, que te me ha arrebatado. Pero no mencionará el secreto que escondías, los secretos, los dos, porque los desconoce. Aunque tal vez no.

–¿Cómo están los niños? –le preguntaré inseguro.

–Bien, están bien, es difícil, pero vamos a tratar de que lo encajen; el mayor, claro –dirá con una incredulidad fascinante.

Están bien, es difícil, pero a lo mejor lo encajan… ¿?  El mayor, claro; del menor no se puede saber nada aún, con dos meses de vida.

La muerte de una madre no se encaja, un niño de once años no puede hacerlo, nadie a esa edad permanece sin quebrarse ante la fascinación de la nada.

Él no lo sabe, Emiliano, pero yo sí: sus hijos sobrevivirán al secreto porque lo desconocen, aunque forme parte de ellos.

La muerte.

Dicen quienes han vislumbrado las riberas del Aqueronte, o atisbado las orillas de la laguna Estigia –cuando la benevolencia de Caronte les ha permitido regresar–, que la película de su vida pasó como una centella ante la mirada atónita de una agonía que no llegaba a desembocar en la nada.

Un día morirás. ¿Cómo desfilará tu vida en la pantalla frenética de tu memoria cuando te reclame la Parca? ¿Cómo de fugaz desfilará la mía? ¿Qué dimensión tendrán tus secretos? ¿Y el nuestro, el que compartimos?

Tu marido me dirá que tiene prisa. Hoy no puede aceptar mi invitación a comer en Il Padrino. Nos pilla cerca, pero no es posible. Debe acelerar el papeleo, cerrar detalles con la empresa funeraria, pasar por casa para ver a los niños, regresar al tanatorio. No me preguntará si acudiré mañana al funeral. Aunque lo supone, sus ojos le delatan.

Porque parece lógico que vaya. Éramos amigos, muy amigos, no tan simplemente como las apariencias podían dar a entender, pero amigos de los que nunca fallan a la hora de la despedida.

La despedida.

Cuántas veces la hicimos, inocentes, ignorando que la pasión tiene su propio rito, su propio ritmo; con qué determinación la intentamos, con qué desgarro la programamos sospechando que era imposible. Lo era.

Mañana tendrá lugar nuestra despedida definitiva. Será en Nuestra Señora del Sagrario, al pie de vuestro panteón familiar. Delante de tu marido, de tus padres, de tus hermanos, hasta de mi amigo Gabriel, el único que está medianamente al tanto de nuestro secreto.

Es posible que traigan también a tu hijo mayor. Al pequeño, no. No tiene edad para sentirse culpable, aunque lo sea. No sé si culpable, pero al menos responsable. Un bebé ignora el contenido de su responsabilidad, su tamaño. Es posible que con el paso del tiempo se lo expliquen y quiera apropiársela. Cada cual elige de mayor su tema preferente de flagelación.

No lo traerán. Un bebé en un cementerio es una atrocidad, casi una perversidad, una contradictio in terminis, como tal vez haya escrito el catedrático de derecho constitucional en su tratado sobre el amor. Le gustaba acariciar latinismos, vinieran a cuento o no. Nosotros no llegamos hasta ahí. Nos quedamos en su teoría del tránsito, la teoría que quisimos contravenir. No lo logramos.

El cementerio.

Llegaré pronto, a tiempo de participar en la despedida laica que siempre has imaginado para tu partida. Iré con gafas oscuras, incluso dentro de la sala. Debo proteger mis ojos de las sospechas de la concurrencia, de la comprobación de Gabriel, que está en parte de nuestro secreto.

Tu hijo mayor no acudirá a la ceremonia. Habrá habido porfía familiar sobre la conveniencia de que esté presente. Habrá ganado la postura de tus padres: hay que evitar al muchacho más sufrimiento. Bastará con el que tengamos algunos de los presentes, los que hayamos acudido con una motivación interna que desborda esa fantasía del dolor ficticio y burdamente efusivo que fabrican las convenciones sociales.

El sufrimiento.

De forma inesperada me tropezaré con él: ¡Ignacio! ¡Horror! ¿Cómo se ha enterado? ¿Quién le habrá avisado? ¿Por qué ha venido? Lo habías repudiado, lo habíamos rechazado, era un hombre maldito en tu vida, una historia liquidada, ese paso en falso que puede precipitar la caída al abismo. ¿Qué pinta aquí? Tendré que averiguar sus intenciones.

Las sospecho, pero me tendré que asegurar. Espiaré sus pasos, sus movimientos; seguiré sus miradas en busca de quien busca. No lo va a encontrar. La victoria de tus padres se lo va a impedir.

¿Me conocerá? Es posible. Yo sí a él, sé muy bien quién es. Me habías mostrado algunas fotografías suyas contigo. Era una de las crueldades que yo aceptaba. También él pudo hacerlo como contrapartida cuando lo suplanté, en el entretanto, cuando tienen lugar los protocolos de la sustitución, las peleas, los llantos, los reproches, los sinsabores del abandono.

Estaré atento por si su mirada me identifica. Solo han pasado dos años. Podríamos hablar. Podríamos compartir. No estamos tan alejados del meollo de la cuestión. A los dos nos afecta el mismo asunto, el mismo vértigo, aunque haya once años de distancia. Es difícil que lo sepa, pero estamos en idéntico vaivén.

Lo sospecho, pero ¿de qué forma me podré asegurar de que busca lo que busca? Tendré que suponer.

También deberé perdonar tu crueldad cuando me enseñaste por primera vez la foto de tu hijo al cumplir los nueve años. ¡Era Ignacio de niño! Me dabas entrada en tu secreto.

Para cuando hayan terminado las citas, las lecturas, los cánticos y los pésames, ya tendré resuelto el enigma. Me habré acercado a él discretamente y le diré que no está. Simplemente eso. Aunque no sean simples ciertas ausencias.

Ignacio habrá venido con la esperanza de tropezarse con vuestro hijo. Un funeral es un buen momento para el abrazo que no ha podido darse nunca, aunque se haya deseado cada día, cada instante, a lo largo de once años.