La chica de la isla

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«La chica de la isla»

Salvador Serrano Molina

contacto: ssmolina92@gmail.com

Me juró que no habría nadie en la casa. Podría haberme dicho mil cosas más que yo me las habría creído. No es muy difícil quedarse conmigo. El caso es que le seguí, saltamos la cerca sin mucha dificultad, no voy a mentir a nadie. Sabremos hacer muy pocas cosas, pero si hay algo que se nos dé bien en esta vida es saltar todo lo que se nos ponga por delante.

Vino un perro grande y pensamos que se nos iba a comer, pero en realidad el perro tan sólo quería lamernos los pies. Le raspaba la lengua. Estaba gordo y viejo. Daba pena ver cómo se movía. No ladraba ni nada. Eso es lo que llamo yo un buen perro. No aguanto a los que no dejan de ladrar y gruñir por todo. A esos perros deberían sacrificarlos. Ése no; ése parecía contento de que estuviésemos allí. Nos acompañó hasta la piscina más grande que he visto en mi vida. Siempre había pensado que las piscinas de los ricos tendrían forma de riñón, como en los dibujos, pero resulta que nada de lo que echan por la tele es cierto.

Estaba bastante fría y algo sucia, pero no habíamos ido hasta allí para sentarnos en el bordillo y meter los pies. Luego el Pelos propuso cagarse dentro de la piscina porque se ve que lo que más ilusión le hacía era soltar un troncho en la piscina de aquellos pijos. Últimamente el Pelos nada más que decía guarradas.

Nuestro amigo el chucho movió el rabo lleno de alegría al ver aparecer a su dueña. También le lamió los pies a ella. Era alta y delgada, con el pelo corto como un zagal. No sé qué edad tendría porque con las chicas eso es algo difícil de acertar. Parecía sacada de alguna canción, aunque no sabría decir cuál. Tampoco es que yo sepa mucho de música, pero tenía ese aire que supongo tienen las chicas tristes por las que uno llega a escribir una canción.

—Tranquilos. Da gusto ver que alguien la disfruta. Nosotros ya casi no nos bañamos.

No estaba asustada. Todo lo contrario. Se agarraba los brazos, algo encorvada, con frío. Media sonrisa. Se le transparentaba un biquini rojo a través de una camiseta blanca que le llegaba hasta la cintura. Tenía la piel del color de la horchata. Se me quedó mirando y me obligó a observarme los pies deformados por el agua. Pies de bigfoot.

—Se acaba el verano.

Si nuestro acento es raro, el de ella lo era más todavía. Mascaba las palabras con hambre de días. Le alegraba tener a alguien en casa, disfrutar del poco sol que calienta con la compañía de unas caras desconocidas. La chica con pelo de chico se sentó en el bordillo. Los dedos se le levantaron al tocar el agua, y luego terminó de meter los pies en el agua, con cuidado, con gusto.

—Está fría.
—Qué va. Hecha caldo.
El Pelos removió el agua, queriendo decir con eso que el agua estaba buenísima. Supongo que se le habían pasado las ganas de giñar.
—Mis padres no van a volver hasta las ocho.
Detrás de los setos habíamos visto salir el coche. Calculamos una hora como mucho. Ir al pueblo, al Mercadona, quizá… Seguramente. Ir al Mercadona era la única razón que encontramos para justificar la salida de la familia.

—Así que tu abuelo o algo así era Juan el Marqués.
—Algo así, sí.
Hay cosas raras que me pasan que no sé si sólo me pasan a mí o le pasan a todo el mundo. Por ejemplo, hay veces que voy por la calle y pienso sin ton ni son en algo que dije hace días, o no sé, cuando fuese, algo estúpido de lo que no me siento orgulloso, y me entra tanta vergüenza ajena que me da por menear la cabeza para quitármelo enseguida de encima por miedo a que los que van por la acera lo oigan y sepan lo ridículo que soy. Hay otras en las que sé que me están mirando, aunque yo esté de espaldas o, como en ese momento, mirándome los pies.

—¿Cuántos años tenéis?
Aunque pareció que nos lo preguntaba a los dos, sólo me lo preguntó a mí. —Doce y medio.
—¿Tu amigo no habla o qué?
Me volví. Le quedaba bastante bien el pelo de chico.
—Sí que hablo.
—¿Entonces?
—¿Entonces qué?
—Entonces dime algo.

Tenía pecas. Me di cuenta tarde. Pero tenía varias pecas que le escalaban la nariz. Formaban un mapa así todas juntas. El mapa de un lugar del que no te importaría quedarte.

—¿Tienes cerveza?
Sonrió. De verdad que no se esperó que le preguntara algo así. Yo tampoco. —Dentro. Procuré parecer un tío de los anuncios de colonia cara cuando salí de la piscina y me envolví la cintura con mi toalla. El perro corrió a lamerme los pies. Me dio mucho gusto. Su lengua ya no raspaba tanto. Seguí teniendo los pies mojados al entrar en la casa, dejé huellas detrás de mí, aunque a ella no pareció importarle porque sus pies también estaban mojados y sus huellas seguían a las mías, hasta la cocina, grande y moderna, todo nuevo y decorado con bastante gusto, aunque supe nada más entrar que yo no podría comer en esa cocina ni vivir en una casa como aquella porque yo soy de otro tipo de jaulas.

El frigo me pareció muy desangelado así como estaba, sin imanes ni cupones de lotería caducados. Sólo había una foto, de la chica y su familia, con sus padres y su hermana pequeña. La playa al fondo. Así como estaban no parecían tan ricos como en realidad eran. Parecían una familia normal. Tanto que incluso yo podría tener una igual si mis padres me hubiesen llevado un domingo a la playa. Me pregunté cómo quedaría una foto mía en un frigorífico.

—¿A qué huele el mar?
—El mar huele a mar. Eso es así.
Abrió el frigo y cogió dos cervezas de botella de cristal. Eran abre fácil. No estaba muy seguro de por qué había pedido una cerveza.
—Tenemos la playa a cinco minutos. La casa también era de mi abuelo. ¿Has estado en Mallorca?
—Nunca he salido de aquí.                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                  — Bueno. Ya tienes doble excusa para venir. Ves Mallorca y me ves a mí.

Brindamos. Chocamos los botellines. Era nuevo en esos menesteres. Ella dijo por el verano y yo no dije nada. De pronto sentí que dejaba algo atrás y yo seguía corriendo. Le dimos el primer sorbo. Estaba bien fría. Me rascó la garganta. Ella estaba más entrenada que yo. Después no dijimos nada y sólo se escuchó el aire acondicionado.

—De todas formas este pueblo no está tan mal.

Volvió a beber, y tan ancha. Era la primera vez que le oía decir a alguien que el pueblo no estaba tan mal. A lo mejor era cierto; a lo mejor el pueblo no estaba tan mal. A lo mejor vivíamos en el mejor lugar del universo y nosotros éramos incapaces de verlo. A lo mejor todo depende de eso, de saber mirar las cosas.

La chica dejó el botellín encima de la encimera y me cogió las manos. Me miró las palmas, y después las yemas. Las tenía arrugadas. Daban bastante asco. Nunca he visto a un muerto, pero supongo que a los muertos se les tiene que quedar cara de dedo arrugado. Ella no debió de pensar los mismo: me acarició los pellejos con sus yemas, haciendo círculos. De pronto me entró una vergüenza terrible.

—Me gustan tus dedos. Son dedos de pianista. ¿Tocas el piano? —Sé tocar la flauta.
—¿Sabes quién es Glenn Gloud?
—De oídas.

—Era un pianista chalao. De los mejores. Iba con bufanda todo el año, daba igual el mes. Enero, mayo, junio… Bufanda y guantes. ¿Sabes por qué usaba guantes? Por sus dedos. Tenía los dedos largos, perfectos. Y eran su tesoro. La gente se moría por verle las manos, por tocar sus dedos. La gente se moría porque los dedos del pianista tocaran su piel de gente corriente y moliente.

Después de eso, puso mi mano en su pecho. Me metió lo dedos por debajo de la tela de su bikini rojo. Noté su pezón tieso y yo que pensé en una goma de borrar, una Milan nuevecita, intacta, blanda y dura. Suave. Estaba caliente. La chica me había dicho que tenía frío. Mentira. Le ardía la piel. Respiraba y se le hinchaba el pecho, lo notaba subir y bajar, latiéndole el corazón a todo trapo, y ahora me arrepiento porque me hubiese gustado vérselo; fui incapaz de dejar de mirarle la cara, sus pecas, la forma extraña de su boca, su pelo de zagal.

—Vamos fuera, antes de que se esconda el sol.

Le dejé en el pecho la señal de mi mano y las gotas de agua le resbalaron por la piel, colándose por los rincones donde acababan de estar mis dedos. Cogió las cervezas saliendo derecha hacia la piscina. Siguió nuestras huellas en sentido contrario, creando otras nuevas, entremezclándolas, construyendo un laberinto de idas y venidas, como si su plan hubiese sido ese, desorientarme, perderme, y tenerme allí para siempre.

Lo pensé tarde. Lástima. Debí haberle preguntado cómo se llamaba.