«La buena vida» por Cristina Pérez Feito

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La buena vida por Cristina Pérez Feito

 

– Mamá, ¿qué es la buena vida? – me preguntó mi hijo de seis años al día siguiente de que su padre le llevara a ver El Libro de la Selva.

– La buena vida es ser feliz y no estar preocupado – respondí mientras terminaba de meter los almuerzos para el colegio al mismo tiempo que le quitaba los rotuladores a mi hija pequeña antes de que empezara a pintarse la cara.

– ¿Y cómo es la canción de la buena vida? – volvió a preguntar Lucas.

– No me acuerdo – contesté evasiva. No me apetecía ponerme a cantar en ese momento. En realidad no me apetecía hacer nada en ese momento, nada más que volverme a la cama, que los niños se hubieran teletransportado al colegio y que yo no tuviera que lidiar con el tráfico primero y con el trabajo después. No tenía ni por asomo humor para cantar.

– Pues imagina que no estuviéramos ni Martita ni yo y pudieras hacer lo que quisieras. A lo mejor así te acordabas de la canción de la buena vida – me soltó Lucas sonriendo. Su sonrisa fue lo que me hizo sentir peor.

– No quiero que no estéis. Me gusta estar con vosotros – contesté.

– Vale.

Metí los niños en el coche como pude, aguantándome las ganas de llorar. Y pensé que Lucas tenía razón. Tenía que hacer algo.

Por supuesto que adoraba a mis hijos y quería que estuvieran conmigo siempre. Lo malo era todo lo demás. El divorcio me pesaba como una losa, el trabajo me impedía estar con ellos el tiempo y de la manera que yo quería, estaba cansada de lidiar sola con todo. No sentía que tuviera precisamente una buena vida. Ni malditas ganas de cantar.

Y lo peor es que al día siguiente era el bautizo de mi sobrina Alejandra. La perfecta hija de mi perfecta ex-cuñada. Lo normal habría sido que ese día el padre de mis hijos los recogiera y los llevara al bautizo, al fin y al cabo era una fiesta de “su” familia a la que yo no tenía por qué estar invitada y mucho menos acudir. Pero resulta que mi relación con mi ex-suegros seguía siendo excelente, que el marido de mi ex-cuñada era mi mejor amigo de toda la vida y que yo era la madrina de Luis, su hijo mayor. Así que, dándomelas de civilizada, había aceptado la invitación.

 

El día siguiente llegó demasiado rápido. Era lo malo de estar tan cansada, una vez acuesto a los niños consigo aguantar despierta unos cinco minutos. Me arreglé lo mejor que pude, sintiéndome como siempre insegura y torpe, puse primorosos a los niños y nos fuimos al bautizo. La comida posterior se celebraría en el chalé de mis suegros, así que, siguiendo sus instrucciones, cogí los bañadores, por si acabábamos pasado la tarde en la piscina. La idea no era mala después de todo, evitaría los peligros de una sobremesa interminable.

La pequeña Alejandra era un bombón, había que reconocerlo. Igual que su madre, que estaba pletórica. Además de lo feliz que le hacía haber tenido la niña que tanto quería, el hecho de ser el centro de atención también encajaba perfectamente con su concepto de un día perfecto. Durante la misa, me dediqué a hacer caso a mi ahijado, que se sentía más o menos igual de desplazado que yo. No vi a mi ex, y me extrañó. Pregunté discretamente a mis suegros, que me dijeron que se uniría a la celebración más tarde.

Me encontré la sorpresa cuando llegamos al chalé. Mi ex se había echado novia y se presentó con ella. Era muy guapa y muy joven, como no podía ser de otra manera. Alberto era un hombre atractivo y exitoso al que se le daban muy bien las mujeres, así que no era de extrañar que su nueva pareja fuera tan atractiva como él y de paso mucho más joven que yo. Fuera por rescoldos de amor o simplemente por orgullo, me sentí herida en lo más profundo. Respiré hondo e intenté recomponerme. No lo conseguí demasiado.

Poco rato después estábamos tomando el aperitivo en el jardín cuando se me acercó mi suegra con los ojos brillantes y claramente muy disgustada.

– Lo siento mucho, Carmen – me dijo. – Nada de esto ha sido idea mía. La fiesta la ha organizado mi hija y yo solo he puesto la casa. Pero te quiero pedir disculpas en nombre de la familia.

– No te preocupes, Elena. Estas cosas pasan – le contesté.

 

Pero no supe por qué me pedía disculpas con tanta vehemencia hasta media hora más tarde. En el salón nos esperaban una gran mesa redonda y otra más pequeña para los niños, con un cartelito con el nombre de cada invitado en el lugar que le correspondía. Todos los adultos, incluidos Alberto y su nueva novia, estaban en la mesa grande. Rectifico: todos menos yo. Me habían colocado en la mesa pequeña, con mis dos hijos, mi sobrino Luis y tres primitos. Dudé si tendría derecho a solomillo con salsa de pimienta o también me pondrían nuggets de pollo con ketchup.

En la mesa grande vi sentarse a mi perfecta ex-cuñada con su marido y al lado a Alberto con su pareja; también a mis suegros, a Pedro – el hermano pequeño de mi ex -, y varios primos, todos sonriendo. Intenté animar la cara para que mis hijos no me vieran triste.

Y ni siquiera podía marcharme, estaba sola al cuidado de seis niños pequeños, era imposible largarse sin más. Mi perfecta ex-cuñada lo había hecho de maravilla. Nunca le caí bien, pese a que había conocido a su marido a través de mí. Seguía teniendo unos absurdos celos sobre algo que jamás había pasado.

Me senté en la mesa de los niños e hice lo que buenamente pude, agradeciendo en el fondo tener la tarea de conseguir que comieran aunque fuera medio plato y que no se pelearan. Cuando terminaron (diez minutos después de haber empezado), salieron al jardín a jugar y yo me fui con ellos. Ya nadie me necesitaba dentro y en la mesa grande no había lugar ni cartelito para mí. Me apoyé en una columna del porche para ver a los niños jugar. Y deseé estar en cualquier otro lugar. Vivir feliz y no estar preocupada.

Oí unos pasos detrás de mí y sentí unas manos que se apoyaban en mis hombros. Di un pequeño respingo, aunque sabía que no eran las manos de Alberto.

– Vámonos. No te mereces esto – me dijo Pedro, el hermano de Alberto. – He hablado con mi madre, los niños estarán aquí muy bien atendidos hasta que se acabe la fiesta. Incluso pueden quedarse a dormir si quieres. Vámonos ya.

Le seguí sin dudarlo. Pedro siempre me había caído bien. Tenía cinco años menos que Alberto, era un poco menos guapo, un poco menos alto, un poco menos exitoso e infinitamente mejor persona. Cogí mi bolso y le seguí a su coche. Dejé el mío donde estaba.

– ¿Adónde vamos? – pregunté.

– Ya lo verás. A un lugar donde van a tratarte como una reina, para que olvides todas las humillaciones que te ha tocado pasar hoy.

Estuve a punto de echarme a llorar en el coche, pero me negué rotundamente. Ya estaba bien de autocompasión.

Pedro condujo largo rato. Salimos del barrio elegante de mis suegros, cogimos la M30, enlazamos con la carretera de Toledo y seguimos avanzando. No sabía dónde me llevaba ni me importaba. Me sentía bien.

– Mi hermano siempre ha sido un idiota – me dijo Pedro. – Pero eso tú ya lo sabes.

– Algo intuía – le dije sonriendo.

– Esa chica le va como anillo al dedo. Es igual de superficial que él. Creo, cuñada, que están hechos el uno para el otro.

– Ya no soy tu cuñada – protesté.

– Para mí siempre lo serás. Aunque el idiota de mi hermano se case otra vez. U otras mil.

Sonreí y cerré los ojos. Debí de quedarme dormida, porque cuando los abrí, estábamos en un parking público en pleno centro de Toledo.

– ¿Puedo saber ya adónde vamos?

– Como te he dicho, a un lugar donde te van a tratar como una reina.

Dejamos el coche, cogí mi bolso y nos encaminamos hacia una plaza.

– ¿Llevas el bañador como te dijo mi madre? – me preguntó Pedro.

– Sí, ¿por?

No me contestó. Ya no me sorprendí.

Pedro me cogió la mano y me llevó hasta la entrada a unos baños árabes. El calor de su mano me agradó. Entramos en aquel lugar fresco, agradable y misterioso, que tuvo un efecto inmediato en mi estado de ánimo. Una vez nos hubimos puesto los bañadores, ya no me separé de Pedro en ningún momento.

Aquel perfecto lugar tenía tres piscinas, de agua caliente, templada y fría. Al principio, la de agua fría me resultaba heladora y con la de agua caliente me sentía arder. Solo me encontraba bien en la templada. Aun en ella, mi cuerpo estaba tenso, me dolía el cuello y me picaba la piel.

Pero poco a poco, despacio, me fui dejando llevar por todas las sensaciones placenteras que aquel lugar me transmitía. Empecé a disfrutar con el contraste entre frío y calor, a sentirme cómoda, a desentumecer mis músculos y mi alma. Pedro estaba todo el tiempo conmigo. Parecía disfrutar con mi paulatina transformación.

Después de un largo rato de alternar el frío con el calor, me recosté en la piscina de agua templada al lado de Pedro. Con un gesto totalmente natural, me rodeó la cintura con el brazo y yo apoyé la cabeza en su hombro.

– La buena vida – dije en voz baja.

– ¿Qué es la buena vida? – me preguntó Pedro.

– Vivir feliz y no estar preocupado – respondí.

– Pues esta es la buena vida entonces.

– Esta es la buena vida, sí.

 

Llegó el momento de marcharnos. En la puerta, nos despedimos de la amable recepcionista y volvimos a cogernos de la mano.

– Mándale un mensaje a mi madre – dijo Pedro. – Esta noche duermes conmigo.

Lo pensé un momento. La canción del oso y el niño vino a mi cabeza, hubiera podido cantarla.

– La buena vida – dije mientras sacaba el móvil y buscaba el contacto de mi ex-suegra. – Me voy a conceder un día de buena vida.