Haciendo olitas bocarriba

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«Haciendo olitas bocarriba»

José Manuel Gómez Vega

Soy un hombre de cuarenta y ocho años que vive en el mismo piso donde siempre ha vivido y todavía no le ha encontrado una explicación. Aparte de una semana en la playa durante el viaje de fin de curso de octavo no he necesitado viajar mucho. Hice la mili en un acuartelamiento provincial y a la universidad en la que me gradué en Químicas acudía en el tren de cercanías. No me he casado y no tengo hijos. Tampoco tengo amigos, aunque a fuerza de haber vivido siempre en el mismo barrio cuento con varios conocidos, todos mayores que yo, útiles para constatar que no envejezco solo. Enseño en un instituto al que acudo en transporte público, lo suficientemente alejado como para evitar a mis alumnos fuera de las horas lectivas. No me gusta mi trabajo, pero me da la oportunidad de recibir multiplicada la menor de las atenciones. Incluso para alguien tan desapegado como yo, resulta terrible comprobar como la desolación se cierne ya a tan temprana edad sobre las vidas de los demás. No tengo aficiones que me saquen del piso, tampoco ordenador ni móvil. Sí tengo, en cambio, un televisor en blanco y negro siempre encendido sin sonido, y una estantería con tres baldas y dos colecciones de libros de bolsillo medio siglo más viejas que yo. Procuro no hacer daño a nadie, y si alguna vez lo hice tuvo que ser más por torpeza que por maldad.

¿Una vida feliz? No soy yo quién para contestarme. En una ocasión lo discutí con un compañero de mili y hoy, después de tanto tiempo, todavía puedo cerrar los ojos y visualizar el gesto de asombro con el que me dijo con fuerte acento gallego: “¿Y no podrías recortar la pregunta?”. Barreira contaba mis mismos años cuando amaneció ahogado en un pantano. Era padre de un hijo adolescente, marido de una secretaria en un taller de coches llamada Carmiña y conducía una furgoneta de reparto. Los detalles los he ido recopilando a lo largo de todos estos años en esporádicas postales a las que yo correspondía para que no se sintiera ofendido. Lo de su reciente desenlace lo he sabido gracias a la postal que su viuda se ha tomado la molestia de enviarme, ilustrada por una cabeza de caballo con la crin al viento. Imposible no recordar ahora esas otras, como la del muñeco de nieve fucsia en la que Barreira me anunciaba que había nacido su hijo, o esa otra con un bosque de abetos nevado en la que me preguntaba si conocía a alguien en Brasil. Aunque se había establecido en la ciudad —en otras afueras distintas a las mías— nunca quedamos para vernos. No lo consideramos necesario, como tampoco ahora considero necesario contestar a la postal de su viuda. Escribirle palabras de condolencia a una desconocida es un acto engorroso e hipócrita.

Cuando se murió el pez rojo que me había regalado don Aurelio, el profesor de Ciencias Naturales, vislumbré entre lágrimas una lección transcendental. Aquel animal vino a decirme que la vida consiste en dar vueltas hasta el día en el que se amanece haciendo olitas bocarriba. Sumergido en el agua de una bola de cristal colocada en el centro de una mesa camilla, aquel pez representó ante mí la Gran Metáfora. Qué si no fue la vida de mi madre, qué otra cosa que dar vueltas y más vueltas alrededor de una mesa camilla. La teoría alcanzó el rango de ley el año de mi mayoría de edad mientras contemplaba a mi padre recién llegado de su turno de noche tomando asiento al costado de mi madre, muerta bocarriba sobre la cama de matrimonio. Ni siquiera entonces me habló, se quedó allí temblando, produciendo una reverberación en la atmósfera saturada de alcohol y olor a carne cruda. Sustituimos la lámina que separa vida y muerte por la que separa agua y aire y hablamos del pez. Desde entonces a menudo sueño que me hallo en una pecera colocada sobre una mesa camilla, a través de cuyo cristal observo cómo una pareja —nunca he conseguido distinguir sus rostros— discute con gestos exagerados, distorsionados por efecto del agua y del cristal. El sueño siempre acaba con la aparición de una fuerza que tira de mi ombligo y me arrastra a través de las moléculas pedregosas del agua hacia una luz cenital. Sin duda se trata de la bombilla que cuelga del centro geométrico del techo, sobre la mesa camilla alrededor de la cual se articula el piso: a un lado, la cama de matrimonio; al otro, mi cama; en la pared donde se abre la puerta de la calle, la cocina; en la pared contraria, el aseo y la ventana al patio de luces. Cuando los días arrancan con ese sueño, el desasosiego tarda en desaparecer (si es que llega a hacerlo del todo, en cuyo caso el sobrante se vierte en el sueño de la noche siguiente). Esos días los vivo con la sensación de que no me cruzo con personas sino con peces, y a veces me descubro de espaldas al encerado tratando de quitarme de la cabeza la idea de que me enfrento a un banco de sardinas; solo forzando la atención consigo deshacerme de la impresión de que mis alumnos pudieran ser otra cosa que jóvenes desnortados.

Estudiaba segundo de BUP cuando intimé con el señor Marrero. Él también vivió siempre en el barrio, en un piso del mismo edificio con la entrada por el otro portal. El señor Marrero era un hombrecillo pulcro, frágil, de piel tan fina que uno podía asomarse a sus manos para estudiar anatomía. Le había pedido a mi padre —acabé sabiendo que a cambio de una botella de coñac— mi ayuda para ordenar la librería. Me presentaba los viernes después del instituto, y fui yo quien lo descubrió desnudo bocarriba sobre el terrazo del cuarto de baño, con su enorme gato atigrado subido a la barriga. A la mañana siguiente, una cuadrilla de toxicómanos en proceso de rehabilitación vació el piso, dejando tan solo —ignoro qué fue del gato— la estantería con las dos colecciones de libros que se negaron a llevarse. Desde el principio supe que el señor Marrero no me necesitaba para ordenar nada. Me hacía cambiar de lugar los libros en base a criterios caprichosos mientras me contaba que había descubierto restos de la Atlántida en los montes de su pueblo. No era la típica cháchara senil, el problema era que yo solo tenía quince años y carecía de los conocimientos y el interés necesarios para prestar atención a otra cosa que a recortar las caricias con las que enfatizaba sus argumentos. Si algo me dio qué pensar no fue su descubrimiento, mucho menos su pedofilia —no soy tan ingenuo como la gente piensa—, sino la sospecha de que el viejo presintió una muerte inminente en soledad. Se imaginaría derrumbado sobre el suelo sin que nadie viniese a llamar a la puerta y pensó en su gato. Luego en mí, y por eso me habría confiado una llave. Antes de salir para dar aviso reflexioné sobre el concepto del alma —aquel cadáver parecía la muda de un gran insecto o el capullo de una mariposa— y me estremecí al pensar que si de allí salió alma alguna el gatazo se la habría zampado. Quizá por eso no me gustan los gatos —tampoco los peces, por razones obvias— y puesto que mi piso es demasiado pequeño como para compartirlo con un perro prefiero vivir solo, sin animales de compañía.

El último delirium tremens de mi padre coincidió con el primer cabo de año de mi madre, lo que me obligó a buscarme la vida. La dueña de la academia en la que entré a dar clases particulares por las noches, una señora que de perfil recordaba a un pez abisal y de frente a Nancy Reagan, siempre contaba el dinero dos veces delante de mí. Gracias a aquellos billetes ensalivados pude pagar el alquiler del piso e ir saldando las deudas que mi padre había dejado desperdigadas por los bares del barrio. Sentados a la mesa camilla, uno de los dos individuos que se presentaron para darme el pésame, el menos fornido, extrajo una libreta de la americana y comenzó a leer una retahíla de apuntes con las preferencias sexuales de mi padre y sus marcas favoritas de whisky: nunca creí conocerlo mejor que escuchando aquel inventario. Una noche me presenté en El Edén —el prostíbulo del mismo polígono industrial en el que mi padre trabajaba en una nave frigorífica de carnes— para extender un talón por la suma adeudada puesta al día con el IPC. El gerente arrancó varias hojas de su libreta, las sujetó por una esquina y les prendió fuego con un mechero. Luego insistió en invitarme a un servicio. A mis veintitrés años, una negra con acento portugués que solo decía cuánto le recordaba a mi padre acabó por dejarme virgen para siempre. Hasta entonces aún me masturbaba de vez en cuando; después, ni eso. Como aquella campanilla que hacía salivar al perro de Paulov, la menor estimulación erotizante dispara fotogramas del 69 con el que la señora quiso provocarme la erección de otra cosa distinta al vello. De hecho, a la boda de Barreira no acudí —recibí una postal con la invitación—, porque imaginé que, con su apellido y acento, el menú consistiría en un desfile insoportable de marisco.

Durante la carrera no pensaba en otra cosa que en aprobar exámenes y en despedirme de la academia nocturna. Cuando al fin saqué las oposiciones confieso que me pudo la emoción y fantaseé con encontrar una mujer, con casarme, con ir a por la parejita…, en fin, con tener una vida, que diría Barreira. Y dado que el único asunto que me lo impedía era el pufo heredado de mi padre, había entrado en el burdel lleno de esperanzas. Sin embargo, cuando de madrugada regresé para dejarme caer sobre la cama de matrimonio ya intuía que nunca conseguiría abandonar el piso. Que mi falta de apetito sexual hubiese escalado otro peldaño no justificaba por sí sola la intuición; había algo más, la sensación de que en el piso flotaba una especie de maldición, un karma colectivo ineludible, el mismo que antes había acabado con mis padres y un pez y ahora iba a por mí. Veinticinco años más tarde, la sensación sigue presente. Por ejemplo, esta mañana el presidente de la comunidad me ha asaltado en el portal para anunciarme la defunción de lo que durante años había sido el sostén del vecindario: el gran proyecto urbanístico que iba a demoler el edificio. “El ayuntamiento lo ha paralizado”, me dijo, devastado.

Me tranquiliza rememorar el año en el que cursé sexto de EGB, antes de que a mi madre le fuese diagnosticado el cáncer de pulmón que la fue consumiendo por dentro. Llevaba años quejándose del aire viciado del piso, así que, a veces, cuando mi padre tenía turno de noche, nos visitaba un sacerdote para purificarlo. Mi madre me daba cien pesetas y me pedía que no volviese. La primera vez bajé a los recreativos, metí una moneda de cinco duros en un pinball y le entregué las otras tres al Púas, un repetidor agitanado. Cuando mi madre al fin me abrió la puerta dijo que ya solo quedaba por rociar con agua bendita el váter, del que acabó por salir el cura envuelto en el estrépito de la cisterna, componiéndose el alzacuello. Como insistieron en que la próxima vez no tuviese tanta prisa por volver, acabé acostumbrándome a ver la tele sin sonido frente a un escaparate de electrodomésticos. A pesar de mi escepticismo, el mismo que más adelante me inclinaría hacia la rama de ciencias, debo reconocer que en aquella época mi madre no se quejaba tanto y hasta se mostraba más espléndida conmigo. Y no me refiero solo al dinero: en una ocasión me acarició la cabeza y en otra el hombro derecho mientras yo hacía los deberes en la mesa camilla y ella fumaba alrededor.

El día que el señor Marrero decidió reordenar los libros en función del color del lomo, estando yo agachado con un grueso volumen rojizo de tapa dura entre las manos, se pegó a mí para revolverme el pelo y dijo: “Ya sabes que tu madre no es tu madre, ¿verdad?”. Luego se inclinó y me susurró al oído: “Y tu padre nunca podrá comprarte lo que te mereces, ¿me entiendes?”. No sé qué reflejaba mi rostro cuando me alcé, pero el suyo reflejaba una emoción que fue virando hacia otra más familiar y reconocible: culpabilidad. Desde ese cruce de miradas sus comentarios y manos dejaron de aventurarse fuera del territorio atlante. Esa misma noche le pregunté a mi madre si era mi madre. Esperó a completar la vuelta alrededor de la mesa camilla, aplastó la colilla en el cenicero y todavía dio otro par de vueltas más en silencio antes de pegarme con inusual violencia. Recuerdo contemplar desde el suelo cómo su mano acarició por un instante la enea mientras ponía la silla en pie. Luego me pidió que me sentase a terminar los deberes y reanudó la circulación.

Y si no hay nada natural ni sobrenatural que explique que haya vivido toda mi vida en el mismo piso, ¿entonces qué? Solo insondables propósitos, formidables arcanos. Qué no daría la mayoría por poder indagar sobre el Misterio en mis mismas condiciones. Por eso, mientras llega el ineludible día en el que yo también amanezca haciendo olitas bocarriba, debería darle gracias a la vida por permitirme reflexionar sobre ella así, tranquilamente, tumbado sobre una cama mecida por imágenes silenciosas.