Con calzón azul por Rubén Hurtado Sánchez

  • Home
  • /Con calzón azul por Rubén Hurtado Sánchez

«Con calzón azul» por Rubén Hurtado Sánchez

Pienso mucho en mi padre. En cómo encajaba los golpes con su calzón azul y la cara llena de vaselina. Murió hace diez años, cuando tenía cuarenta y cinco. No fue un mal padre, pero no era un padre al uso.  Mi padre se levantaba a las siete de la mañana y no volvía a casa hasta las diez de la noche, magullado, con las manos rojas de dar golpes. Era alto para su categoría, fibroso, un peso welter atípico, obligado a mantenerse siempre al límite del peso. Estaba  lejos de ser una estrella aunque justo antes de retirarse peleó por aspirar al campeonato de España. Fue cuando cogió de entrenador a Firat, un turco que había sido peso pluma. El turco era oscuro de piel, pequeño, delgado, consumido, muy fibroso, con la cara con una única marca, una ceja rota que hacía que el párpado cayera un poco sobre el ojo. Era mayor que mi padre, al menos diez años aunque nunca supe su edad exacta. Lo primero que hizo el turco cuando entró a prepararle fue cambiarle el calzón blanco por uno azul oscuro. Era del color de los ojos turcos que protegen de la mala suerte; debía ser verdad porque desde que  le entrenaba llevaba cinco victorias de cinco. Mi padre lo llamaba el calzón de las buenas noticias y decía que con él llegaría a ser campeón.

El boxeo era lo que nos unía. También lo que le hacía feliz. El trabajo del taller era  solo para pagar las facturas. Si estaba una temporada sin boxear su carácter se agriaba, estaba todo el día enfadado y no había forma de hablar con él. Pero cuando estaba entrenando y tenía un combate en vista su cara se iluminaba y  por duro que fuera el día volvía a casa sonriendo. Me gustaba acompañarle a entrenar. Iba a un gimnasio que estaba cerca del Calderón. Un gimnasio pequeño, con dos ring viejos y cuatro sacos con más años que el dueño, un viejo que se limitaba a abrir y cerrar las puertas. Era un buen sitio para entrenar porque para el boxeo no hace falta mucho y casi todos los que iban eran profesionales. Nada más entrar te venía un golpe de olor a sudor al que te ibas acostumbrando poco a poco. Mi padre bajaba todos los días corriendo cuando terminaba de trabajar. Yo iba en metro después de hacer los deberes. Me gustaba mirarle desde abajo del ring mientras Firat le iba corrigiendo durante el entrenamiento con el sparring. «Zurdo,  arriba la guardia. Amaga. Amaga.  Cúbrete».  Todos llamaban a mi padre Zurdo aunque en los carteles ponía Manuel Arranz. Me encantaba que mi padre boxeara, para mí era como un titán, alguien que aunque perdiera alguna pelea en el ring era invencible en el día a día. Su oportunidad le llego ya mayor. “El tren llega cuando llega”, le dijo un día a mi madre. Le habían dicho que si ganaba esta pelea le presentarían al campeonato de España y estaba emocionado con la idea.  En realidad tenía una oportunidad ínfima; su rival, José Carlos López, el Puma, nunca había perdido y tenía un palmarés de diecisiete victorias por KO. Mi padre no era tonto. Sabía que apenas podría conseguir la victoria. El Puma estaba subiendo como un cohete y no tardaría mucho en ser el próximo campeón de Europa.  Mi padre venía de ganar cinco peleas, pero sabía que  su carrera se estaba acabando. Firat le aportaba la cabeza que siempre le había faltado, y es que el peor defecto de mi padre era que no sabía medir sus fuerzas y siempre acababa desfondado.

Un día al terminar de entrenar se quedó con los del gimnasio a tomar una caña. Debía de ser el cumpleaños  de algún compañero porque era muy raro que mi padre se quedara en el bar. Era el bar que hacia pared con el gimnasio también de un exboxeador y decorado con fotos de combates históricos. Habría unos diez o doce boxeadores charlando y una pareja ajena al grupo que ocupaba la única mesa que tenía el pequeño local. Lute, un peso pesado con la nariz rota y que estaba un poco sonado discutía con Firat sobre quién era el  mejor encajador.  Fueron incrementando la voz hasta que el peso pesado le pegó un empujón en el pecho a Firat que retrocedió unos pasos.

— Tú qué sabrás moro de mierda—Lo dijo Lute y levantó una mano tan rocosa y deforme que parecía hecha de piezas de Lego.

Firat le miró y no dijo nada. Creo que pensó que Lute iba a lanzarle un puñetazo.

—Con lo de moro quieres decir marroquí… este moro es de Turquía — contestó mi padre.

—Los moros son moros. Sean de donde sean, son los que   no comen cerdo y están todo el puto día rezando.

—Entonces lo que quieres decir es que es musulmán, como Mohamed Ali, Karen Abdul-Jabbar, Michael Jackson ¿A ellos los llamarías moros?

—Si se lo tuviera que llamar se lo llamaría. —Lute iba bajando la guardia.

—Mejor llámales musulmanes que es más respetuoso. Porque si lo que te molesta es su religión te recuerdo que ser cristiano quiere decir respetar a los otros.

Lute se quedó pensando, estaba  sonado pero no era tonto, solo le costaba un poco más de tiempo, era más lento.

—¡No me jodas Zurdo! ¿qué coño quieres, reírte de mí? —Cogió un plato de los que había en la barra por si alguien pedía un café y lo tiro contra el suelo—. De mí no se ríe ni dios.

—¡Lute, te reviento! —gritó Luis Bueno, el camarero. —No soy el que era, pero como tires otro plato te machaco.

—A ver si ahora todos os vais a poner de parte del puto moro —contestó Lute.

—Al moro, al negro o al chino, en el gimnasio sois todos deportistas y a mí me importa una mierda de donde sea cada uno —contestó Luis Bueno.

Lute le miro desafiante antes de salir por la puerta enfadado.  No dijimos nada más, cuando acabaron la caña nos fuimos a casa. Todos los días hacíamos la misma ruta, Paseo de Yeserías y hacia arriba en Santa María de la Cabeza. Ese día, cuando llegamos a la calle Canarias  nos separamos de Firat que agarró a mi padre por el hombro.

—Gracias, Zurdo, antes no te lo dije.

—No hice nada.

—Gracias de todas formas. —Solo se le notaba el acento extranjero cuando pronunciaba las erres duras.

Nos separamos y andamos unos metros antes de que escucháramos  chistar.

—Michael Jackson no es musulmán.

—Bueno, él tampoco lo sabía —dijo mi padre sonriendo.

Desde la calle Canarias a mi casa solo había cinco minutos, pero eran los que más me gustaban. Mi padre los usaba para darme consejos, normalmente sobre algo que había aprendido en el gimnasio o que le había dicho Firat. Aquel día me dijo: “Lo único que tiene que importarte es cómo se porte alguien contigo. Si se porta mal levanta la guardia, si es un amigo bájala. Que cada uno tenga el dios que quiera”. Entendí perfectamente qué me quería decir porque en el gimnasio conocí  boxeadores de todo el mundo y nunca tuve problemas con ellos.

Quedaban semanas para que fuera el combate y los días se fueron haciendo más cortos y fríos. La semana antes de la velada nevó y mi padre y yo subíamos a casa en taxi porque mi padre decía que tenía miedo de resbalarse y joderse un pie. Es la única vez que he montado con mi padre en taxi sin que el destino fuera el hospital.

La pelea la hicieron en la Universal Sur de Leganés. Mi madre no me dejó ir al pabellón, pero logré que me dejara verlo en la televisión. Había surgido un problema con la velada que iban a televisar esa semana y a última hora habían decidido retransmitir la de mi padre; en realidad, el plato fuerte era un combate por el título de España de los pesos  mosca. Un amigo de mi padre nos dejó un video para poder grabar el combate, porque mi padre nunca había estado en un combate televisado. Estábamos todos muy nerviosos. Cuando saltaron al Ring y hicieron la presentación los nervios se convirtieron en miedo. Fue la última vez que sentí miedo. No hablo de esos pequeños miedos que pasamos viendo una película, o eso que sentimos cuando no localizamos a alguien después de diez llamadas de teléfono. Hablo del miedo de verdad, el que te coge el estómago y te lo retuerce. Ese que sientes en el bajo vientre y baja hasta tus cojones y hace que no sepas si te estás meando. Esa sensación la había sentido muchas veces: Corriendo delante de un grupo de chicos mayores que yo; peleando contra David Atienza que medía veinte centímetros más; cuando salía a la pizarra tan nervioso que pensaba que me acabaría meando delante de todos.  Aquel día fue la última vez que lo sentí. Después todo lo que quedó fue vacío. Un vacío peor que el propio miedo. Un vacío que hace que muchas cosas no tengan ya la emoción de cuando eras niño, que te hace que siempre anticipes el fracaso para minimizar los daños. Con cada golpe que le daban a mi padre se iba rompiendo algo dentro de mí.

El combate no tardó en torcerse. El Puma era mucho más rápido que mi padre y le estaba castigando sin cesar el cuerpo. Cuando te pegan en la cabeza es muy espectacular, peor cuando te castigan el cuerpo te van sacando el aire poco a poco hasta que no puedes respirar y te agotas. Mi padre estaba sin fuerzas y contra las cuerdas, golpeado asalto tras asalto hasta que sonaba la campana.

Cuando llegó a la esquina, Firat miró a mi padre como una madre a un hijo que vuelve de la batalla. Sangraba como un cochino en la matanza, su calzón azul era casi negro por la sangre. Le pasó un algodón con alcohol por las heridas y después le untó de vaselina para crear una capa que impidiera que corriera la sangre.

—Voy a pararlo Zurdo, te está dando muy duro.

— No, no lo pares, lo quiero acabar.

El arbitró se acercó a ver el estado de las heridas de mi padre.  Si no hubieran cortado las hemorragias seguro que hubieran parado la pelea.

—¿Estás como para seguir Zurdo?

—Sí, estoy perfecto. —Mi padre reunió todas las fuerzas que le quedaban para decir esas tres palabras.

Sobre la campana que anunciaba que tenían que levantarse Farit le gritó a mi padre.

—Tienes una vida, un hijo, amigos, tengo que pararlo  antes de que te maten.

—He dicho que peleo —dijo mi padre con dificultad mientras se levantaba  del taburete.

Todo esto me lo contó Firat. Desde la televisión  solo veía un plano cenital en el que él estaba con la cabeza agachada, casi inmóvil. Se levantó dando tumbos hasta el centro del ring. El Puma le esperaba para darle otro crochet de derecha que atravesó directamente la guardia de mi padre. Una bocanada de sangre saltó por encima de las cuerdas  y entonces fue cuando le dio el gancho.  El público comenzó a animar los que sin duda eran los puñetazos que anticipaban el KO, pero mi padre no cayó. Levantó la guardia y le dio al Puma un directo que llegó sin fuerza. La mano izquierda de mi padre no fue capaz de recuperar la posición, se quedó a media altura y el Puma como el depredador que era vio la oportunidad. Lanzó una serie de golpes y le arrinconó contra las cuerdas. Era el cuarto round, pero mi padre llevaba un castigo que le hacía lucir como si llevara doce. Fue entonces cuando vi en televisión volar la toalla. Firat salía a mitad del Ring haciendo señas al árbitro que inmediatamente paraba el combate.  El Puma se puso a dar saltos con los suyos mientras el arbitró levantaba su brazo, eso es lo que vimos en casa. Fuera de cámara, Firat se acercaba a mi padre para ayudarle a llegar a la esquina.

—Eres un hijo de puta, has dejado mi reputación por el suelo. ¿Y ahora qué hago?

—Ahora recoges tu orgullo  de boxeador y te enfrentas a la vida —contestó Firat enfadado.

Mi padre intentó lanzarle un golpe de derechas, tenía tan pocas fuerzas que se cayó al suelo. Al final tuvo que sacarle del cuadrilátero el servicio de emergencias. Tenía varias costillas rotas y su cara estuvo deformada durante semanas.

Nunca aceptó aquella derrota a pesar de ser aplastante. Despidió a Firat y contrató otro entrenador. Cada vez que recordaba el combate culpaba de su derrota a Firat, decía que si no hubiera parado la pelea podría haber remontado, aunque en realidad no se lo podía creer ni él. Intentó retomar su carrera con algunos combates pequeños, pero nunca más ganó y decidió centrarse en el taller. Su carácter cambió.  Se fue volviendo gris. Poco a poco se le fue poniendo cara de exboxeador, como si todo el andamiaje que hay tras el rostro se le hubiera roto de golpe. Sus hombros se cayeron y comenzó a andar arrastrando los pies. En los diez años que siguieron se fue trasformando en un anciano de cuarenta y cuatro años. Mi relación con él se terminó de estropear y dejamos de hablarnos. Es imposible hablar con alguien que está muerto por dentro. Mi madre intentó que se hiciera entrenador o que estuviera metido en algo relacionado con el boxeo. Ya no hacía caso a nada ni a nadie. Con cuarenta y cinco años le diagnosticaron la enfermedad y vi como el hombre fuerte y de espaldas anchas se iba consumiendo. Su último mes lo pasó en el hospital sedado. Pasaron a despedirse muchos boxeadores. Cuando recordaba con ellos las anécdotas del gimnasio o de su carrera recuperaba parte de la chispa. Llamé a Firat por si quería acercarse a verle. Cuando entró en la habitación le reconocí al instante aunque aquellos once años le habían pesado mucho. Estaba enjuto,  aún más pequeño que años atrás y llevaba unas  gafitas redondas que se le apoyaban en la punta de la nariz. Volvieron a hablar, cómo no, del último gran combate de mi padre. “Firat, ojalá te hubiera hecho caso, no fui capaz de enfrentarme a la vida”.  Se abrazaron y aunque creo por ser hombres de los de antes no fueron capaces de llorar juntos juraría que lo estaban deseando. Cuando Firat se marchó decidí no cometer el mismo error que mi padre. Me tragué mi orgullo y me senté al lado de la cama para hablar con él. Le dije todo lo bueno que había hecho como padre, también todo lo que me parecía que había hecho mal y  le pedí perdón  por muchas cosas. El también me lo pidió a mí. Yo sí lloré junto a él.

Una semana después, en las páginas de boxeo del Marca le dedicaron una pequeña columna: “Ha muerto el Zurdo, duro fajador, que un día pudo aspirar al campeonato de España”. En la foto que acompañaba el artículo vestía el calzón azul de las buenas noticias.