«Catalina y el Nigromante» por Mª Luz Gonzalez

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Catalina era mi maestra. Nos enseñaba a todos los niños de la casa, a sus nietos y a mí, que iba de paso con Esther huyendo del Decreto de expulsión que habían dado los reyes.  Maldito decreto que había provocado la huida de mis padres y de tantos otros. Yo era una niña enclenque y enfermiza por esa época, si me hubieran llevado con ellos, habría muerto en la travesía. Por eso me dejaron al cuidado de la más anciana de la familia, que, por sus muchos años, tampoco quiso embarcarse. Por sus muchos años, o por sus muchos amigos que la protegían. Y  por la querencia tan grande a estas tierras.

Había nacido en Toledo y aquí me trajo cuando nos quedamos solas. Los demás caminaron hacia el Levante, camino de las costas del reino de Valencia, y nosotras, poco tiempo después, tomamos la dirección opuesta. Primero vendimos los animales que quedaban en las cuadras, acabamos de vaciar la casa de las pertenencias que quedaban, cerramos la puerta y entregamos la llave a los nuevos dueños.

Yo casi no me acuerdo. Pero es así como se lo contaba Esther a Catalina, la amiga que nos acogió en su casa.

Su marido había sido un hombre importante. Ahora estaba viuda y, todavía, todos la respetaban.

En Toledo había escuelas donde los rabinos enseñaban la Torá y el Talmud, pero solo a los niños. Catalina enseñaba las primeras letras, tanto a niños como a niñas. Luego cuando se hacían mayores los chicos se iban a la yesiva y las chicas se quedaban en sus casas. Como yo no tenía casa, ni madre, ni hermanos que cuidar, la maestra me dejó quedarme. Y porque le daba mucha pena. Por eso también.

Me gustaba aprender.

Los libros despertaban mi curiosidad. La maestra conseguía que nos hiciéramos preguntas y nos mantenía expectantes esperando las respuestas, que muchas veces no eran sino nuevas preguntas. Como en un juego, encadenaba nuestras ganas de saber y graduaba los conocimientos que nos iba dando.  Así, por ejemplo, leíamos el Libro de Aleixandre disfrutando de las aventuras del héroe, y en el transcurso de la lectura, una inflexión de su voz, un tono más lento, o una pausa, hacían que nos fijáramos en alguna frase que hubiera pasado desapercibida. O en la que había alguna relación oculta.

– El libro dice que los antiguos sabían predecir lo que iba a pasar.

– Sí, eso dice.

– ¿Y nosotros? ¿Podemos saberlo también nosotros?

– ¿Para qué, mi niña?

– No sé, para saberlo.

– Ah, ya advertía Séneca a su sobrino Lucilio, en aquella carta que leímos, que se abstuviese de querer conocer los sucesos venideros y se conformara con conocer lo que sucedía en sus días.

– ¿No puede saberse lo que va a pasar?

– Solo los nigromantes lo saben.

-¿Qué hace falta para ser nigromante?

Nuestras preguntas abrían paso a nuevas enseñanzas, siempre de manera amena. Nos contestaba con historias, unas veces inventadas y otras, sacadas de su experiencia. En ambos casos nos tenía con la boca abierta escuchando sin hacer el menor movimiento

– Para ser nigromante lo primero que se necesita es una casa grande con muchas cámaras ocultas, y cuevas a las que no llegue el sol, para hacer en ellas las destilaciones. También tiene que tener torres altas donde corra el viento, porque algunas transformaciones de los metales no pueden hacerse en cuevas, sino en sitios con mucho aire, para que se lleve los venenos y los malos olores, que son mortales para los magos.

Ya no era tan pequeña cuando, gracias a su mediación, conocí a uno de estos magos en Toledo. A él acudían muchos hombres y mujeres para aprender su  magia. No enseñaba a cualquiera, porque la suya es una ciencia oculta que no debe enseñarse sino a quien el maestro elija, y él me eligió a mí.

No sé si era moro, cristiano  o judío, porque de eso nunca nos hablaba. En los anaqueles de su sala tenía libros de las tres religiones y, en el atril, lo mismo encontrabas un día abierto uno y al siguiente,  otro. El que más usaba conmigo era uno escrito en arábigo, él conocía varias lenguas. Supe después  que era moro porque a ciertas horas dejaba lo que estuviera haciendo para postrarse en su alfombra a rezar.

Me eligió a mí para enseñarme porque se percató de mi curiosidad.

–       En verdad, no hay mayor felicidad que dedicar la vida a desentrañar sus secretos –  me dijo.

Yo quería aprender aunque al hacerlo me ponía en peligro. También es cierto que me aseguré de que no lo hubiera, guardando el secreto para mí. Me cuidaba de que nadie me viera subir hasta su casa en lo alto de unas peñas. Entraba a escondidas, cubierta con un velo como el que llevan las musulmanas que me tapaba toda la cara. Mi maestro me esperaba con la puerta abierta que se cerraba tras de mí con un gran cerrojo. Bajábamos por pasadizos interiores y escaleras que llegaban hasta el río.

Su casa estaba cerca de la nuestra pero aquella puerta por la que yo entraba estaba en el otro extremo, en lo alto, en una calle apenas transitada. Luego se atravesaba un patio grande, un sendero alargado y por fin se llegaba al interior, Las ventanas eran muy altas y si te asomabas a ellas, podías ver las calles y hasta los cigarrales más allá del río, pero desde fuera no te veía nadie.

Abajo, junto a la orilla del agua había una pequeña huerta que no parecía pertenecer a la casa. Se salía a ella desde una puerta pequeña y después de haber bajado muchas escaleras sin luz, que no parecía sino que entrabas a una cueva, el camino se iluminaba. El largo pasillo conducía hasta un hueco que era la salida. A lo largo de la escalera había puertas cerradas, que daban a distintas cámaras. Parecía un árbol cuyo tronco estuviera formado por los escalones que subíamos y bajábamos, mientras que las ramas eran las distintas cámaras que se habría a todos los lados, a diferentes alturas. Eran habitaciones excavadas en la tierra con largos tubos, o chimeneas de ventilación, de los que no se veía el final. Por fuera, debían de estar bien ocultos entre los matorrales y la maleza. Por dentro parecía la distribución de un hormiguero ¿has visto cómo hacen sus cámaras las hormigas? Pues así estaba hecha aquella casa, con muchas cámaras y pasillos interiores en la que había sitio para mucha gente aunque solo estuviera habitada por una persona.

Una persona visible, que dudo yo si no habría otras que no veíamos porque no quisieran dejarse ver, todo pudiera ser.

Acudí  allí varias veces a escondidas. El misterio de aquellas enseñanzas me atraía. No fue sino con  mucho dolor que tuve que dejarlas.

Ya he contado que fue gracias a Catalina por lo que fui elegida sin haber hecho nada para merecerlo. ¡Me hubiera gustado tanto que me dejaran ir a la sinagoga y a la escuela judía! Pero las mujeres no podíamos entrar a la yesiva.

Vi los cielos abiertos cuando pude aprender aunque fuera con alguien de otra religión. Desgraciadamente, tuve que dejarlo. No debía de ser mi camino.

No podía serlo porque yo iba a ser muy pronto una mujer casada y tendría que seguir a mi marido. Aquel era un aprendizaje largo que requería maestros y don Illán, el mago, se quedaba en Toledo. Pero tuve tiempo de aprender muchas cosas con él, unas que me fueron muy útiles a lo largo de la vida y otras que, aunque jamás he vuelto a practicar, me ayudaron a ser más atenta y a no dar nada por hecho. Las aleaciones más sorprendentes podían resultar de los elementos más pobres y dispares, hacía falta solamente mezclarlos con cuidado en la proporción adecuada y esperar con paciencia los resultados. Aprendí a juntar el mercurio alado con el azufre y a hacer una tintura plateada con ellos. Pude ver como el oro se transformaba en líquido por el calor dentro de la vasija y se desparramaba dentro dando lugar a mil formas, y como todas las cosas que parecían fijas mudaban su naturaleza por efecto, unas veces del calor y otras, por juntarse unas con otras.

Cuando me despedí, don Illán me llamó aparte y me dijo que había un aprendizaje que podía hacer yo sola y era el de la transformación de mi persona, que cuidara con quien me juntaba porque como había visto que sucedía con los metales, también sucedía con las gentes, que cambiaban dependiendo con quien estuvieran, que con unos sentíamos rechazo y con otros acoplamiento y que era importante que no nos dejáramos desaparecer sino en lo que era mejor que nosotros y eso por el amor. Yo creí que se refería al amor que podía tenerle a mi marido y que él me tuviera a mí, pero no fue así, nunca llegaron a acoplarse nuestras almas, cada uno tiraba por un lado.

Nuestra unión duró poco.

Me quedé sola para hacer la transformación. Después han venido personas y se han ido. De los choques y roces con ellas he ido limando asperezas de mi persona, pero también he tenido el bálsamo de cuerpos afines.

También mi madrina, como don Illán, aseguraba que no hay destilación mejor que la que una hace de sus propios humores, sacando lo malo y lo ponzoñoso de nuestras almas y cumpliendo la voluntad del Señor, que es amar a Dios sobre todas las cosas y al prójimo como a nosotros mismos.

Las transformaciones enseñan mucho a las gentes que no creen nada, porque les muestra ante sus propios ojos como un cuerpo pasa de un estado a otro y luego retorna otra vez y así muchas veces sin perder su esencia. No hacen falta redomas, calderos, azogues ni fuegos para poder verlo. Ya lo muestra la madre naturaleza, vemos que el granizo es una piedra y luego se hace agua con el sol y si se calienta hasta hervir, el agua va disminuyendo y se va quedando en la tapa o en el paño con la que tapas el puchero o incluso en la mano si la pones encima, que parece que el agua vuela.

Parece cosa de magia. Y lo es. Magia de todos los días. Solo de que hay que saber mirar las cosas para verlas.

Ahora me gano la vida haciendo ungüentos en el pueblo al que me llevó mi marido. He dado hierbas que aumentan el vigor de los hombres poniendo polen y jalea real de las abejas en lugar del mágico ingrediente que, según ellos, los enardecía. He hecho emplastos de miel y cera para rejuvenecer la cara de las doncellas y otros con leche de higo para quitar las arrugas a las que ya las tenían, tintura para esconder las canas, polvos para blanquear los dientes y también hierbas para combatir el mal aliento, masticándolas. En eso he gastado muchas horas en vez de emplearlas en hacer un trabajo más provechoso. En mi defensa tengo el haber curado a otros gratis cuando lo han necesitado, haberme levantado de noche a atender un parto que venía mal sin más recompensa que salvar la vida de la madre y ver viva a la criatura. O noches enteras cuidando unas fiebres que no se iban, sin que en la casa te dieran ni un tazón de leche caliente con que aliviar la espera.

Nunca he vuelto a Toledo. No sé si todavía existirá aquella casa escondida con la escalera central que parecía el tronco de un árbol y las salas laterales que se abrían como nidos en sus ramas.

Tengo curiosidad por saber si don Illán se la dejó a algún discípulo suyo. Y si sigue saliendo humo de las chimeneas ocultas, algunas a ras de suelo.

Creo que si no me hubiera casado don Illán me hubiera nombrado su sucesora y ahora estaría destilando allí los metales, en la bella ciudad del Tajo. ¿Quién sabe si no seguirá aun allí mi maestro?