«Amalgama» por Pedro Encinas Cerezo

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  1. Viernes

La ciudad me hablaba a cada paso. Y no es una forma cursi de expresarme. Realmente, cuando menos lo esperaba, podía escuchar una voz remota que me susurraba secretos ignotos al oído. Desestimada la idea de que me estuviera volviendo loca, llegué al convencimiento de que Toledo me estaba hablando. Era real. La voz salía de los recovecos de la muralla, de la fuentecilla del patio de la madrasa, estaba escondida entre las páginas apergaminadas de los incunables en la sinagoga, campaba a sus anchas por los pasillos de la escuela de traductores, vigilaba desde las celosías de los balcones de la judería, se mezclaba con la música en la antigua casa de Las Doncellas, oteaba el horizonte entre los merlones de la Puerta de Alfonso VI, se encontraba suspendida en el aire con olor a horno de leña y a mazapán junto a la catedral. No cabía duda, era Toledo quien me hablaba y quien me esperaba cada tarde en los baños árabes, fiel a una cita ritual sin etiqueta y sin ropa, donde, entre baño turco y sauna sueca, entre masaje relajante y descontracturante, escribía pensamientos escurridizos en mi cuaderno de viaje; porque sabía que si no los escribía pronto, pronto se evaporarían como el agua de aquellas termas centenarias. Eran unos pensamientos tan inaprensibles como la magia de esa ciudad que me acompañaba mostrándose ante mí al desnudo. Aquel momento del atardecer, en las caldas, era el merecido descanso de la guerrera después de un maratón de intensas caminatas subiendo y bajando por las doce colinas de la ciudad. Toledo era un viaje y era, a la vez, muchos viajes.

Llegamos un viernes de invierno a media tarde directamente desde mi trabajo. La voz me invitó a dar un paseo. Juntas, nos perdimos por los rincones más hermosos de una ciudad que se reveló ante mí como un laberinto exótico de una orografía tan sinuosa en el plano vertical, como el urbanismo caprichoso de sus callejuelas, en el horizontal. Toledo es una montaña rusa de emociones contenidas y sublimes, una ventana misteriosa con vistas a tu interior y la puerta tachonada de un cigarral suspendido en la cornisa del valle perfecto. Es tan intrincada y serpenteante como la anatomía de un cerebro humano; esto me hizo pensar que cuanto mejor conociera Toledo, mejor me conocería a mí misma. Toledo es una suerte de isla plagada de tesoros provenientes de civilizaciones civilizadas conviviendo en apacible armonía.

Cuando la tarde caía, la voz me refugió del frío en una acogedora tetería de la mellah y finalmente, tras un “descanso” en el hotel contestando a los mails de trabajo, me guió hasta los baños árabes. En su sala de reposo, bajo la mágica luz de una lámpara de oro y piedras preciosas, escribí en mi cuaderno: “No podía imaginar que un viaje tan cerca, me podía conducir tan lejos.” Presentía que algo importante iba a suceder pronto.

  1. Flashback

Soy Blanca, madrileña, estado civil: single empedernida y workaholic, mi única pareja estable es Mr. Stress y acabo de cumplir cuarenta. Soy un hacha de las finanzas, tengo dos licenciaturas, hablo cuatro idiomas, no paro de formarme y soy una de esas raras excepciones de mujer directiva española que no puede quejarse de su sueldo, aunque esto no se pueda decir muy alto.

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¿Quién dijo que la crisis de los cuarenta no existe? Cuando más satisfecha me sentía de estar en paz conmigo misma y con el universo, incluso contenta con esos kilos instalados allí donde hasta ayer tenía cintura, cuando ya estaba segura de que no necesito un hombre a mi lado ni para reproducirme, porque he decidido que no quiero reproducirme, cuando ya no me importaba el qué dirán, resulta que de nuevo me lo cuestiono todo: lo que he conseguido, lo que no y, sobre todo, lo que a partir de esta edad, que marca un antes y un después, no voy a conseguir ya nunca. Hay que ser realista. Los cuarenta marcan un punto de inflexión porque una vez que los cumples, definitivamente, ya no puedes decir que eres joven. Y sí, el tópico de que empiezas a hacerte invisible, también es cierto. En fin, después de comerme el tarro bastante, decidí tirar “p´alante”, porque ese el único sentido posible que tiene la vida. Y, al final, después de darle muchas vueltas, he pensado que mi estado actual es el óptimo, que me puedo considerar una privilegiada porque tengo todavía cerca a mi adorada y anciana madre, a mis queridas hermanas y mis sobrinas, que son mi debilidad, mis buenos amigos, mi caballo y mi perro, sin olvidarme de un fantástico sexo esporádico; por cierto, cada vez más esporádico y menos fantástico. Y también considero que si hubiera algo peor que pasar sola este mal trago de cumplir cuarenta, sería pasarlo en compañía. Acto seguido, pienso todo lo contrario. Efectivamente, la crisis de los cuarenta existe y es una auténtica… faena.

Llegaba a casa agotada del curro, autoconvencida de los beneficios de celebrar mi cumpleaños sola con Rambo, mi cocker spaniel, cuando, de repente, al encender la luz: Happy birthday to you… fiesta sorpresa con la familia y amigos más íntimos. Se lo agradezco muchísimo pero tuve que hacer el gran esfuerzo de olvidar que ya tengo cuarenta tacos para poder disfrutar; un par de Ruedas también ayudaron bastante.

El fin de semana siguiente, en mitad de febrero, era perfecto para celebrar mi “cuarentena” como realmente me apetecía, fuera de multitudes. Como cuando era pequeña, cerré los ojos y pasé erráticamente la yema de mi dedo índice sobre un mapa de España. Cuando me sentí plácidamente perdida, pensé: “aquí”, y abrí los ojos. Toledo era mi destino. Hacía bastante tiempo que tenía ganas de pasar unos días allí y no hacer como la mayoría de turistas que invaden la ciudad imperial a toda prisa, como si se tratara de la escala de un crucero, abordando con igual interés, o falta del mismo, un puesto de souvenirs horteras que El entierro del conde de Orgaz, en Santo Tomé.

Tenía ganas de deleitarme y saborear, serena e intensamente, un Toledo invernal más íntimo y sin aglomeraciones. Reservé en el parador para dos. Me apetecía llevarme a mi madre, muy delicada desde que murió papá hace dos años; llena de achaques, pero con su porte majestuoso intacto. Creo que aún no lo ha superado. Una escapadita juntas nos vendría muy bien. Además, pensando en lo pronto que anochece en invierno, reservé en los baños árabes un tratamiento diferente para cada una de las tres tardes que pasaríamos allí; su web prometía un auténtico viaje en el tiempo. No imaginaba quien lo escribió, lo literalmente cierto que eso se iba a hacer realidad en mi caso.

Abrí un nuevo cuaderno de viaje y me decidí a titularlo “Toledo”. Estaba sola en mi habitación pero, sin embargo, una voz misteriosa en mi oído me deletreó la siguiente palabra que yo apunté obedientemente como una autómata: “T-U-L-A-Y-T-U-L-A-H”. Esa fue la primera vez que pude escuchar aquella voz que me acompañaría durante todo el viaje. Esa misma voz me tradujo aquella palabra: “Tulaytulah significa La alegre”.

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III. Sábado

Nos levantamos sin prisas, tomamos un superdesayuno y después dedicamos la mañana a dar una vuelta por los “lugares imprescindibles”. En una de las estancias de la casa del Greco, nos encontramos, consternado, a San Pedro casi en éxtasis y vimos cómo de sus ojos eternamente acuosos e inundados de arrepentimiento por negar al Mesías, al fin, brotaron las lágrimas y rodaron por su rostro compungido. Liberado de siglos de penar, más humano y más vivo que nunca, el apóstol salió de su cuadro y desapareció por el hermoso patio. Y me quedé pensando que, tal vez, como Pedro, todos vivimos atrapados dentro de un marco para que los demás nos contemplen y que somos presos de esa imagen que damos hasta el momento en el que decidimos salirnos del cuadro para ser nosotros mismos, con todos nuestros matices. Por raro que parezca, la mayoría de la gente que conozco prefiere vivir etiquetada dentro de su marco a ser libre.

Desde allí, y paseando por la antigua aljama, visitamos la sinagoga del Tránsito. Tras sus muros, la luz tamizada a través de las preciosas ventanas del oratorio invitaba al recogimiento. Admiramos sus tesoros, sus artesonados policromados, las molduras adornadas con bajorrelieves del álef-bet, y después, tomamos un refresco en un agradable jardincillo. Allí, mi madre se paró frente a una placa conmemorativa y leyó en voz alta la siguiente cita de Moisés ibn Ezra: “Son tumbas viejas, de tiempos antiguos en las que unos hombres duermen el sueño eterno. No hay en su interior ni odio ni envidia, ni tampoco amor o enemistad de vecinos. Al verlas, mi mente no es capaz de distinguir entre esclavos y señores”. Aquella frase me hizo pensar en el final común que nos espera a todos; era un canto a la igualdad entre los hombres y a ese respeto tan necesario para hacer posible la convivencia entre estamentos, culturas y creencias tan diferentes como las que coexistieron en Toledo; esa misma frase, también me invitaba a trascender y a vivir el presente en paz, sin juzgar a nadie, ni para bien ni para mal.

Y de camino a la sinagoga de Santa María la Blanca me di cuenta de que ya no estaba tan estresada como cuando llegué. Ahora, filosofaba distraídamente, inspirada por esta Toledo que me hablaba. Lo primero que me sorprendió al llegar a la Blanca, fue su luz en oposición a la oscuridad del Tránsito; como el yin y el yang. También inevitable fue pensar en el parecido con la mezquita de Córdoba, en versión ultraconcentrada pero con el mismo juego de simetrías entre sus arcos, como el reflejo de infinitos espejos ilusorios. Un espejo me hizo recordar la solemnidad que sentí al presenciar un entierro en Solimán el Magnífico, en Estambul, la misma fe casi palpable que sentí en unas catacumbas a las afueras de Roma; otro espejo me hizo recordar cuando Fatiha, la mantenedora del cementerio judío de Meknes, me invitó a un té a la menta en su humilde casa. En otro espejo se reflejaba el momento en el que Hamid, el curtidor más pobre de Fez, me abrió las puertas de su hogar para presentarme a su familia y compartir conmigo todo lo muy poco que tenían… Después de evocar viajes lejanos, bajo otro arco vi a mi madre y en sus ojos contemplé reflejada, como en otro espejo más, la alegría por la belleza en la que estábamos inmersas.

Después de comer, mamá se quedó sesteando en el hotel y yo salí de nuevo con el firme propósito de perderme. Me sentía como Dorothy siguiendo el camino de losas amarillas. Toledo es una ciudad de cuento. Las luces de los faroles se encendieron cuando llegué a Bab Mu´Awiya, la Puerta del Sol; y junto a ella, la de la Herrería como blindaje en uno de los accesos más vulnerables para el abordaje de “la isla”. Salí por ella bordeando la

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muralla y pronto encontré otra puerta mucho más sencilla, Bab al-Mardum; era mi pequeña puerta al país de las maravillas. La voz me instó a que la atravesara entrando de nuevo en esa ciudad que me succionaba. Entonces, caí de bruces sin motivo aparente y sin hacerme daño alguno, sobre una losa blanca. Levanté la mirada y ante mí se alzaba una pequeña y hermosa edificación de equilibradas proporciones: la mezquita del Cristo de la Luz, otro nombre misceláneo. Allí me encontraba postrada, reverenciando a la ciudad cuya voz me contó una vieja leyenda según la cual un antiguo rey, durante la reconquista, cayó de su caballo, en este mismo lugar, como señal divina que le indicaba donde yacía exactamente, desde hacía trescientos años, un cristo junto a la llama eterna de la fe cristiana. Me levanté y la voz me dijo: “Marhaba”.  Era su bienvenida oficial.

Me reuní con mamá en los baños árabes, y adormecida, mientras nos daban sendos masajes a cuatro manos, me dijo: “Hija, qué regalazo me has hecho trayéndome aquí. No hay nada como disfrutar de la vida en la mejor compañía”. Y me guiñó un ojo. Creo que aún no desestimaba la idea de que yo encontrara “mi media naranja” a pesar de que ya le había explicado varias veces cuánto le agradecía haber hecho de mí una mujer preparada, independiente y felizmente libre. Tras el masaje, recostada en la hamaca de la sala de descanso, bajo la luz de la lámpara mágica, los pensamientos iban y venían desordenadamente al ritmo de las neuronas que se conectaban y desconectaban arbitrariamente, como las partículas de vapor de agua de la terma. Cuando esas partículas se condensan, crean gotas de rocío sobre la piel, del mismo modo que las neuronas, al conectarse, se materializan en esas reflexiones que yo plasmaba en mi cuaderno de viaje. Creo que me quedé dormida. La voz me decía que debía reconciliarme con el pasado, con el presente, con mi nueva edad. Dijo que debía olvidar conflictos y todo atisbo de reproche. Y mi alma se inundó de profunda comprensión hacia mi madre. Pensé que este era el momento de empezar a cuidar de ella, quien, hasta ahora, siempre había cuidado de mí. Y de nuevo, inspirada por la voz, escribí este juego de palabras: “TOLEdo es TOLErancia”.

  1. Domingo

Amaneció con una tenue neblina que dejaba vislumbrar misteriosa, sempiterna e imponente, la torre de la Primada vigilando los pasos de todos los transeúntes. Pero antes de visitarla, fuimos a San Juan de los Reyes. En su gran claustro cuadrado, de un tardío gótico isabelino, el jardín olía a ciprés, romero, espliego y bergamota. Mi pobre madre se estaba quedando ciega lentamente; hacía un año la diagnosticaron una degeneración macular sin posibilidad de tratamiento. Ahora, esta doctora en historia del arte y filología inglesa, asomada a uno de los arcos del claustro, con su carita arrugada al sol del invierno, aspiraba el aroma fragrante de las plantas con los ojos cerrados y una enorme sonrisa. Le pregunté: “¿Te gusta?” Y ella contestó: “Hmmm, aquí ya huele a renacimiento.” Desde San Juan, nos acercamos a la magnífica Puerta de los Judíos y asomándonos al balcón del Tajo, bordeamos el meandro hasta el Puente de San Martín, a imagen y semejanza del más famoso de Alcántara, diametralmente opuesto en el mapa; otra simetría más. Lo paseamos lentamente y, desde la otra orilla, contemplamos la ciudad duplicada en el agua. Escribí: “Es una ciudad para soñar y volver a creer que un mundo mejor, donde el ser humano es capaz de convivir en paz, es posible.”

Desde allí, nos dirigimos a la Catedral, ama y alma de la ciudad. Al acercarnos, sentimos el respeto que ella infunde, la fe que encierra y el influjo espiritual que emana.

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Mamá me leyó la romántica leyenda sobre la sonrisa de la virgen Blanca, y añadió: “¿Lo ves, Blanqui? Qué importante es sonreír siempre.” Al adentrarnos en la catedral, me sentí pequeña, creí tener el cielo más cerca, poder tocarlo, incluso estar en él cuando llegamos al Transparente, en su ábside. La profusión de esculturas y relieves, la proliferación de cuerpos apretujados, ángeles y arcángeles fundidos con vírgenes, santos, apóstoles, divinidades y beatos, parecía adquirir movimiento en un frenético baile de carnaval. Por contraste con el arte oriental que habíamos visto hasta ahora, exento de imágenes humanas, este exceso de sensualidad me pareció algo casi concupiscente y llegué a entender porqué las otras religiones prohibían en sus templos una representación tan carnal, a la hora del rezo.

Al salir, ya era mediodía y nos homenajeamos con un gran festín. Degustamos el rico legado gastronómico andalusí de ocho siglos; todo el sabor de los productos del regadío cultivados antes del descubrimiento del Nuevo Mundo y los traídos por los árabes desde la India, como la berenjena o el curri, aderezados con la música tradicional, de mil acentos y aroma mediterráneo, de Milo Ke Mandarini. Delicadamente, el concierto terminó con una dulce nana y a mamá le entró sueño. Desde allí, la acompañé a coger un taxi que la condujera a su reposo vespertino. Yo de nuevo guardé el mapa en el bolso para perderme en soledad. La voz me guió hasta una iglesia mudéjar, San Román, en la colina más alta de la ciudad. Imperativamente me ordenó: “Entra”. No había nadie. Enseguida quedé atrapada por el color caramelo de sus frescos románicos y pensé que tal vez la Edad Media, como mi mediana edad, no fuera un periodo tan gris como imaginaba. Evangelistas, ángeles, santos y obispos, desde sus muros, me indicaban el camino hacia la torre. Subí las angostas y resbaladizas escaleras y desde el campanario vi encenderse la ciudad envuelta en el azul royal del atardecer invernal. Hacía frío, así que bajé; el techo de las escaleras era tan bajo que me pegué un buen coscorrón y me quedé algo noqueada. Al salir de nuevo a la nave central, el templo se había llenado de una extraña comitiva que rodeaba a un señor con larga barba sentado en un trono. A su alrededor, perfectamente ordenados jerárquicamente estaban, a su derecha, las más altas instancias de la iglesia católica, incluso un mandatario enviado por Inocencio III,  y a su izquierda, la nobleza y señores de la guerra de los ejércitos castellanos, también alguno de Aragón y Navarra; sentados en la bancada, frente a ellos, la nobleza no belicosa, comandantes de las tropas cruzadas y los señores feudales más importantes de Toledo. La ceremonia era oficiada en latín por el arzobispo de la ciudad, y, por lo que pude entender, ante mis ojos se estaba celebrando la coronación de Alfonso VIII, el de Las Navas, entre los que serían sus futuros apoyos para culminar la reconquista. Allí sobraba yo, así que, aún mareada por el golpe, salí apresuradamente entre vitrinas que guardaban maravillosas coronas votivas visigóticas del tesoro de Guarrazar. Me llamó poderosamente la atención una urna que contenía, en lugar de una corona como las demás, una vieja fotografía en blanco y negro. Me quedé estupefacta… No cabía la menor duda… Con mi móvil saqué una foto de la foto y salí corriendo de allí.

Llegué histérica a los baños árabes, donde mamá me quería contar no sé qué milonga. Pero yo, la cogí de la mano y la arrastré hasta el chill-out. Saqué mi móvil y, junto a la lámpara de oro, esmeraldas, perlas y rubíes, le mostré la fotografía que acababa de hacer. “¿Te das cuenta, mamá?”. “¿Eh? Pues… no”. “Es la misma, es la corona visigoda de Suintila robada en 1921. ¡Han hecho una lámpara con la corona! No sé cómo habrá llegado hasta aquí”. “Ah, sí. Ya veo. Habrá que avisar de tu hallazgo… ¿O es que estás pensando en otra posibilidad?”. Esa insinuación me desconcertó. “Bueno hija, de todos

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modos, si ha estado un siglo perdida pasando de mano en mano, entre chamarileros, anticuarios y coleccionistas, creo que bien puede esperar aquí una noche más u otro siglo. Ahora, llegamos tarde a nuestra exfoliación con sales del Mar Muerto”. De nuevo, mamá tenía razón. Aquella noche, bajo la caleidoscópica luz rosada que emitía la corona de Suintila, pensaba en su enorme simbología. Era mucho más que un adorno votivo a imitación de las coronas colgadas en los altares de los templos bizantinos, como las del mismísimo Justiniano en Santa Sofía. Suintila fue el primer rey que logró la unificación territorial de la península tras expulsar a los bizantinos, quienes paradójicamente le inspiraron para encargar esta corona que evidenciaba su hegemonía. La corona simbolizaba al fin, la comunión entre su poder terrenal y el poder divino; significaba la unión política, religiosa y territorial de la, hasta entonces, inestable monarquía hispano-visigoda, anhelada desde el III Concilio de Toledo en el año 589… Divagaba, pero lo cierto es que yo debía decidir el destino de la corona. Estaba confusa, era muy tarde y, como Escarlata O´Hara, me dije a mí misma: “Ya lo pensaré mañana”.

  1. Un lunes inesperado

A la mañana siguiente, durante el desayuno, pretendía tratar con mamá sobre el futuro de la corona, pero ella se anticipó: “Ayer quería contarte algo importante, aunque estabas tan emocionada con la historia de Suintila, que no pude… No pongas esa cara de susto, hija, que no es nada malo, todo lo contrario. Verás, el viernes, mientras dabas tu paseo por la tarde – y según hablaba, sus ojitos celestes brillaban más que nunca- conocí en los baños árabes a un madurito encantador y muy atractivo, es alguien excepcional, un gentleman, creo que te va a gustar”. “Mamá, ya soy mayorcita, no necesito que me presentes a nadie”. “Perdona hija, no me estás entendiendo. Es un señor inglés que ha alquilado un cigarral enorme al otro lado del valle, dice que es como un palacio, demasiado grande para él solo. Así que, me ha invitado a quedarme aquí unos días más con él”. Aún no había logrado reponerme de la impresión cuando apareció un ser extravagante con enormes gafas de sol en plan “voy de incógnito” y un sospechoso tupé platino, su epidermis era color zanahoria y su atuendo, indescriptible. “Ah mira, aquí está, le invité a desayunar hoy con nosotras -Mamá prosiguió en un perfecto inglés británico-. Blanca, este es Rod, el señor Rod Stewart. Rod, esta es mi querida hija Blanca de la que tanto te he hablado.” Continuar la conversación con naturalidad fue realmente complicado para mí. Me sentía tan tonta; primero, por creer que me lo quería presentar a mí y después… ¿Cómo? ¿Rod Stewart y mamá? ¿Mientras yo paseaba? Había que asumirlo, mamá se quedaba en Toledo con su nuevo boyfriend. Cuando terminamos de desayunar, al despedirnos, ella me dijo que quería dar una oportunidad al pobre “Rody” porque llevaba toda la vida haciendo el papelón de “el viejo rockero que nunca muere”, emparejándose con rubias despampanantes treinta años más joven que él, liposuccionándose, microinjertándose y operándose las arrugas ya operadas; y que lo único que quería ahora, era envejecer en paz junto a una señora de su edad. Sólo quería eso, envejecer. Mamá añadió: “Ya verás cómo, con el paso de los años, cada vez mirarás menos con los ojos y más con tu corazón. Utilizarás menos tus oídos y escucharás más la voz de tu propia experiencia. Pero para eso todavía falta mucho, porque aún eres joven, aún eres mi niña”. Poco se imaginaba mi madre que durante aquel viaje hacia la madurez ya había empezado a escuchar esa voz. Comenzó a llover. Rod se quitó su americana fucsia y cubrió con ella a mamá a la vez que le canturreaba al oído: “An Old Raincoat Won’t Ever Let You Down”.

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