TODOS TENEMOS UN MOTIVO

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TODOS TENEMOS UN MOTIVO [Palabras Verticales]

por Ana Vázquez Martinez

 

 

 

La sombra de las atochas se alarga con la llegada de la oscuridad. Los escuálidos matojos son toda la vegetación que ofrece el paisaje, que a ratos parece temblar con el calor agobiante. Por el camino, sólo polvo, algunas rocas desprendidas de la ladera de la montaña, y huellas borradas sin mucho esmero que se dirigen hacia una piedra grande como un buey tumbado.

Tras la piedra, dos hombres agazapados esperan. Son Jonás y Tobías, hijos de Adela. Les vienen a buscar por robar el trigo del patrón, Don Emilio, en la última sequía. Con el grano se llevaron también dos cabezas de ganado.

Conversan, esperando la muerte, la gloria, o lo que tenga que venir.
—¿Y qué dirán de nosotros, Tobías?
—Nada, Jonás, nada. —un tenso silencio se instala entre los hermanos— No renaceremos de nuestras cenizas, nuestros huesos los comerá el polvo. No somos más que la sombra de las piedras que pisamos. Por eso lo hacemos.

—Pero yo soñaba con la gloria al menos.

—¿Y qué mierda es esa? ¿La gloria? ¿Para qué la quieres tú? Mañana estaremos muertos los dos, de eso nos va a librar la gloria. Esa no sirve una mierda.

—Aún podemos dar la vuelta.

—No, eso no. Yo no regreso a casa madre, allí nos cogerán mañana y puestos a morir es mejor esto, que al menos es rápido. ¿Qué le decimos a Adelita si volvemos, que nos dio miedo? ¿En serio pensabas salir vivo de aquí? Eso lo habías pensado antes de venir, ahora no.

—Vale, vale, no te enfades. Tienes razón. Sólo que no es lo mismo saberlo que sentirlo subir por los pies y cogerte por los huevos.

—Está bien. Cuando pasen los capataces, saltamos y disparamos los dos a Don Emilio. Irá con muchos hombres, nos matarán rápido, así que no podemos errar, hay que saltar justo en el momento y hacerlo con el dedo en el gatillo.

—¿Y después?
—Tú dispara mientras puedas. —Joder, vale. Dame un trago. —No, que fallas el tiro.

Ambos hombres siguen un rato emboscados tras la piedra, esperando el paso de la comitiva. Pasan las horas y poco antes de la primera claridad, divisan una luz muy tenue que se mueve a lo lejos. Aún es noche de luna menguada.

—Tobías, ya vienen.
—Prepara el salto.
—Tengo frío, hermano, me dio así de pronto.
—Es el miedo. Si te coge estás jodido. Piensa en madre, en el pueblo, en lo que nos roba ese hijo de Satanás, en Adelita. Ese cabrón se lleva la cosecha y ahora viene a por nosotros y a robarse a tu hermana, ¿vas a dejar que llegue vivo al pueblo?

—Antes lo mato.

—A eso venimos. Con ese hijoputa muerto la cosecha es de todos, y Adelita no tendrá que irse con él. Nosotros ya estamos en la mierda, vivos o muertos.

El silencio es total. Hasta que lo rompe el avance rítmico de unos cascos de caballo. El cortejo se acerca. El patrón montado, acompañado de cinco hombres a pie. Avanzan sin prisa, hablando del precio del trigo, de si lloverá en septiembre y de una moza de nombre Adelita que el patrón quiere para su casa, bromeando con las carnes rollizas y las caderas de la muchacha.

Al llegar a la altura de la piedra grande que parece un buey descansando, varios disparos repentinos salen de la nada, y el patrón cae desplomado con dos tiros en la cabeza. Cinco hombres se dispersan rápidamente buscando escondite en las primeras piedras que encuentran, muy separados unos de otros. Dos de ellos corren campo a través antes de que la luz los descubra y desaparecen. Los otros tres esperan del lado de la montaña, y pasados unos minutos de quietud, el primero de ellos sale de su escondite. Jonás y Tobías lo sienten moverse, sin saber muy bien qué hacer, encogidos por la impresión de lo que han hecho y todavía dudando de si están vivos. El hombre busca a sus compañeros. Encuentra al primero y le habla.

—Parece que muerto el perro se acabó la rabia.
—Hijo de puta, eres un traidor. Has corrido como un rata. —No más que tú, mírate, agazapado como una comadreja.

—¿Siguen ahí? ¿Siguen? – mira nervioso a su alrededor desde el agujero en la roca donde está encogido como un ovillo.

—No lo creo. Tampoco venían a por nosotros.
El hombre encogido sale de su escondite, y le mira desafiante.
—No iba a quedar sólo en la emboscada, soy valiente, no idiota. Ya encontraremos a los que hicieron esto. —Lanza una mirada alrededor, entre desafiante y temerosa— Tú coge al pobre don Emilio, le llevaremos en la grupa, el domingo será enterrado como Dios manda. Que nadie diga que no vimos a los atacantes, ¿está claro? Fue una emboscada, eran muchos, no los pudimos contar. Colgaremos a medio pueblo, que aprendan a obedecer. ¿Dónde están los que faltan? Si han huido lo pagarán caro.

Un tercer hombre sale de su escondite, sabiendo que con la luz ya no hay donde ocultarse, y en un rápido movimiento dispara a la cabeza del último que habló, que cae ruidosamente.

—Este cabrón fue un digno perro de su amo.
Ambos hombres se miran duramente.
—Mierda, ahora sí estamos jodidos. Mejor será huir de aquí.
—Vamos al norte, he oído que cerca de la frontera dan trabajo. Los hombres de don Emilio nos cargarán la culpa de todo esto, al final, el muerto para nosotros. Venga, nos largamos.

Ambos hombres se alejan montados en el caballo del patrón, al que abandonan antes del pueblo para no levantar sospechas.

Los hermanos siguen en su escondite. El sol araña la noche en el horizonte, y pronto aparecerán los primeros jornaleros que llegan al pueblo. Pese a todo, no quieren ser descubiertos.

—Jonás, corre, antes de que pase alguien. Vamos campo a través hasta la ermita, de ahí rodeamos el pueblo y entramos por los campos hasta casa de madre, sin que nos vean.

—¿Y si vemos gente?

—Tú corre que está amaneciendo. No hagas ruido. Si nos coge el día, nos vamos a las cuevas y esperamos allí hasta la noche. Nadie puede vernos llegar de aquí. Nadie sabe que vinimos además de Adelita.

Los dos hermanos corren como linces por entre los campos, con cuidado de no poner huellas en el sembrado, pisando sólo los ribazos de las acequias, donde la hierba oculta las pisadas. Cuando la noticia llega al pueblo, ellos están con Adelita en el corral ayudando a parir a una cochina. Es la madre la primera en contar en la casa lo ocurrido, cuando vuelve de misa de doce. Habla de una emboscada, de dos hombres muertos y varios huidos.

Los hermanos se miran. Se sientan en el suelo de la cochiquera, piden a su hermana menor unos vasos y se sirven un trago muy largo. Es Adelita la primera en alzar su vaso al aire al encuentro de sus hermanos, que levantan sus manos, aún temblorosas.